"Me parece asombroso que lo más pequeño (un microorganismo COVID-19) se haya vuelto lo más grande, me parece paradójico también que en una época de atroz polarización la única vuelta sea estar juntos para salvarnos", dice la subdirectora de Desarrollo de Contenidos en Turner Chile.
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El coronavirus me ha traído dos temas: Saramago y lo invisible.
Cuando era joven quedé cautivada con José Saramago. Me atrapó la cercanía con la que hablaba de temas profundos y filosóficos como la religión, el amor, el bien y el mal en El Evangelio según Jesucristo. Luego escribió una seguidilla de libros en los que el supuesto básico era que había una vez un país y dentro de sus fronteras, algo cambiaba radicalmente: se esparcía una epidemia de ceguera blanca (El ensayo sobre la ceguera), la gente dejaba de votar de un día para otro (El ensayo sobre la lucidez) o la muerte se echaba a huelga (Las intermitencias de la muerte).
Las historias eran simples y conmovedoras. En todos los casos, el verdadero ensayo era ese experimento macabro sobre la condición humana: ¿qué somos capaces de hacer las personas en circunstancias de precariedad? ¿Cómo es lo mejor y lo peor de lo nuestro? y, sin duda, al final: ¿qué cosas son realmente importantes en la vida?
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El último tiempo en Chile poco ha dejado a la ficción y la realidad nos ha envuelto, de un momento a otro, en alguna de las películas que vimos o los libros que leímos como una forma de imaginar imposibles, casi un juego. Hoy vivimos en un planeta en que la inmunidad se echó a huelga. Insólito y, de paso, nos enteramos de que somos tan frágiles. La omnipotencia se nos fue a las pailas.
Miraba la calle hoy, apropiándose torpemente de esta nueva realidad con muchos usando mascarillas, erradicando el saludo, personas peleando por el cloro en el supermercado, el Estado (encargado de protegernos) buscando medidas de modernización express para no tener que seguir obligando a los funcionarios públicos a ir a trabajar todos los días en medio de una crisis sanitaria
En fin, francamente Saramago, ni en su mejor esfuerzo, habría juntado todos sus libros en uno como lo hicimos nosotros. Habría sido un mal libro. Y esa es la parte de la historia en que estamos: una combinación de lo mejor y lo peor de lo nuestro, mientras la muerte nos ronda, la vida se detiene, se pone en cuarentena y la lucidez vaya que escasea.
La ceguera es para mí la más resonante. Ceguera ante nuestra forma de relacionarnos con el entorno, el planeta, las otras personas, lo que es importante y lo que es pasajero. Ceguera y sordera frente a las señales del cambio climático, una testarudez despampanante para mantener el modelo de vida, de producción.
No fueron suficientes la COP y su fracaso global, las protestas en todo el mundo, las crisis de representación, la caída de las instituciones o el derretimiento de la Antártica para imaginar que era necesario detenerse. Y no vamos a decir que eran señales sutiles o que era imposible verlo venir.
Aun así, lo hermoso de esta historia es el misterio y la sorpresa de que fuera lo invisible, lo que de verdad no vemos, lo que nos detuviera. Y vino un microorganismo, uno en miles de millones que nos rodean desde el principio del tiempo, a provocar el mayor descalabro que hayamos imaginado. Y se detuvo lo imparable y nos dejó en silencio, asombrados y aterrados. Pero también aparecieron los cisnes en Venecia sobre aguas que por siglos no habían estado claras y el aire irrespirable de algunas ciudades en China volvió a ser aire, y empezamos a desempolvar la práctica de estar juntos, cantar desde los balcones, ayudar a los viejos, cuidarlos, recordar que la vida es corta, que la muerte está siempre cerca, identificar a los amados y reflexionar para qué estamos en este planeta. Nos salió larga la vuelta y todavía queda.
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Me parece asombroso que lo más pequeño (un microorganismo COVID-19) se haya vuelto lo más grande, me parece paradójico también que en una época de atroz polarización la única vuelta sea estar juntos para salvarnos. Es hasta divertido que la llave para salir de este entuerto sea que nos importen todas las vidas, la de los que aprueban y los que rechazan, de los terraplanistas y de Donald Trump, que todos, todos, se laven las manos y se queden en la casa… francamente.
Igual la historia no termina todavía y un sector de los terrícolas aún sentimos (elijo estar en ese grupo) que este podría ser otro milagro para la especie mientras nos quedamos en silencio, humildemente, contemplando este desastre que no es natural sino humano.