El autor peruano conversó con CNN Chile sobre su última novela "No somos cazafantasmas", sobre su original propuesta de ciencia ficción en su obra y sobre cómo opera el negocio de la nostalgia. "Así como las redes te dan la nostalgia masticada -el pasado feliz hecho por marcas de las corporaciones-, te darán en el futuro la posibilidad de entrar en tu zona prohibida", plantea.
Este fue uno de los años menos recordables de la Feria Internacional del Libro de Santiago (FILSA) debido a que hasta último minuto hubo dudas sobre si hacerla o no. Pocos autores de renombre se dejaron ver y los lanzamientos de nuevos títulos fueron un remedo de 1990, cuando el país se reabría al mundo, provinciano, ignorante de las tendencias.
Ante el letargo, que no es otra cosa que una llamado a la innovación, un amigo me recomienda al escritor peruano Juan Manuel Robles, un cuarentón dedicado a la ciencia ficción, “pero no esa que estái pensando, porque el loco estudió bellas artes y neurociencia en la Universidad de Nueva York (NYU)”. Lo miro incrédula y vibra mi celular: es un correo del autor donde me regala la versión electrónica de No somos casafantasmas (Seix Barral, 2018).
Estoy dentro del juego.
“El piloto eres tú”, dice una de las primera páginas que leo en la sala de espera de una clínica psiquiátrica.
Cuentos más adelante, Robles detalla “un programa que encontraba fotos de la gente, fotos muy antiguas; se sacaban de las redes y se colocaban delante de ellos, con un nuevo orden. El piso de la galería era un campo minado: pisabas en determinados lugares y te aparecía un recuerdo bomba. (Al imprimir los archivos) me di cuenta que el resultado era más grande que yo. Que era fundamental. Era ir contra el progreso, un acto de resistencia. Algo clandestino” que Internet no puede ubicar.
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“He llegado a la conclusión de que la nostalgia no te conecta con un momento feliz, sino con un momento en que todas los sueños eran proyectables”
—¿De dónde salen estas historias, que son de una ciencia ficción no tan clásica, sino que mucho más cercana, real, con alusiones a Facebook e Instagram desde la neurociencia?
—La idea salió de mi exploración sobre la memoria como proceso, algo que traté en mi primera novela Nuevos juguetes de la Guerra Fría, sobre una infancia parecida a la mía: un niño que en los años ’80 se va a vivir a La Paz (Bolivia) y termina estudiando en la escuela comunista de la Embajada de Cuba, un pionero en el altiplano. Pero me di cuenta que mucho de lo que recordaba eran memorias falsas. Es más, me di cuenta de que los Estados y las ideologías distorsionan tus memorias más íntimas, entonces exploré este proceso a un nivel neuronal, en el doctorado de Neurociencia de NYU: me volví un nerd y vi un entorno alucinante de científicos que, ahora mismo, están buscando cómo borrar los recuerdos de sus soldados con estrés postraumático.
—¿Y cómo ves el negocio de la nostalgia, con los recuerdos de Facebook, por ejemplo?
—Es un fenómeno muy interesante. La nostalgia es el conjunto de sensaciones, rostros, eventos y estímulos que agrupamos cuando nos ponemos a pensar en un pasado mejor: fuimos niños, fuimos adolescentes, jugábamos en el parque. Pero un análisis simple generalmente revela que ese pasado ideal no lo era tanto. Pero no importa, hay anclas que nos van a hacer volar en ese viaje: una canción, un programa de dibujos animados. He llegado a la conclusión de que la nostalgia no te conecta con un momento feliz, sino con un momento en que todas los sueños eran proyectables. Como somos hijos de la ciudad, (que crecieron con) productos en serie y marcas, es muy fácil empaquetar ese momento. En Perú un marca de chocolates volvió a sacar el empaque antiguo, de papel mantequilla, para que te comas tus recuerdos. La selección peruana que volvió al Mundial este año es un ejemplo de nostalgia envasada a presión: vivimos el presente, pero también el pasado añorado de Cubillas, usando la misma camiseta y con un técnico que volvió a jugar así como la recordábamos, bailando.
“Lo de Facebook lo veremos en unos años. Ya hay un esfuerzo por regalarte una memoria para que tengas un momento bonito, como un shot emocional. Me parece que esto es posible porque ya no organizamos las fotos porque son demasiadas y nunca las hemos impreso. Tenemos un archivo que supuestamente está garantizado, seguro, pero acceder a él, hacer una narrativa, es cada vez más engorroso. La máquina lo hace por ti. El problema es que uno no se da cuenta qué narrativas quedan fuera, del mismo modo en que el ‘playlist de la nostalgia’ de Spotify solo pone a ciertas disqueras”, agregó.
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—¿Cuánto crees que nos están dañando estos filtros, inclusive en los colores con que vemos las cosas, o la vida maqueteada, como Instagram?
—La gente parece menos dispuesta a dudar de lo que ve, pese a saber de lo fácil que es hacer un montaje. Paranoicamente creo que vamos a tener más realidades individuales, paralelas. Todos recordamos al loquito del barrio que cuenta historias paranoicas, que ve el lado B a todo. Es posible que vaya a haber muchos más, gente que vio demasiadas veces noticias falsas, gente que creyó la narrativa que las máquinas le dieron. Ahora, mi lado racional me hace pensar que nos adaptamos a todo, que también encontraremos la forma de lidiar con múltiples narrativas.
—¿Cuál piensas que es el impacto de los recuerdos sobre una memoria activa, joven? Te pregunto porque empecé a redactar mi memoria, por encargo de un editor, y ahora estoy llorando en una clínica psiquiátrica, mientras hablamos por WhatsApp.
—La memoria autobiográfica, creo, es una forma de estabilización, una torre mal armada, que sostiene parte de nuestra identidad. Cuando la intervenimos, podemos hacer que todo se venga abajo, por eso explorar la memoria es algo que casi nadie hace. Lo hacemos los periodistas y novelistas, y puede terminar mal, en el psiquiátrico o en la lista negra de familiares que se sienten traicionados por lo que publicas. Yo creo que, así como las redes te dan la nostalgia masticada -el pasado feliz hecho por marcas de las corporaciones -, te darán en el futuro la posibilidad de entrar en tu zona prohibida, pagarás por el vértigo de recordar un día que con seguridad -y esto se puede medir por comportamiento- ya olvidaste. Dirás que aceptas el riesgo. Un día de terror por US$ 4.99, con fotos, sonidos y voces.
“El problema es que uno no se da cuenta qué narrativas quedan fuera, del mismo modo en que el ‘playlist de la nostalgia’ de Spotify solo pone a ciertas disqueras”
—😖
—😃 Esto me hace pensar que los escritores tenemos el desafío de ser más asombrosos que Netflix, porque lo más memorable de las series surge de las ideas de escritores. Hacerlo desde Latinoamérica, más que importante, debería ser natural.
—Qué divertido que esta entrevista sea por chat, uno de los dos podría ser un androide…
—Somos seres humanos no androides no comprendo tu mensaje somos seres humanos no androides no comprendo tu mensaje somos seres humanos no androides no comprendo tu mensaje somos seres humanos no androides no comprendo tu mens…
No somos cazafantasmas
Juan Manuel Robles
Seix Barral
249 páginas
Precio de referencia: $10.000