Desde el inicio de su pontificado, Benedicto XVI dejó en claro que no iba a ganar un concurso de popularidad. Durante décadas había luchado contra lo que él llamaba relativismo: la flexibilidad de los principios de la Iglesia a favor de una sociedad moderna. Para Benedicto, la Iglesia debía mantenerse firme, aunque significara perder a algunos católicos que pensaban que la Iglesia debía hacerse más liberal.
Si la Iglesia fuese más pequeña —decía a menudo— por lo menos tendría a los verdaderos defensores de la fe. Pero al mismo tiempo, y quizás fuese una contradicción, él mismo se enfrentó a una especie de relativismo moral. A medida de que el escándalo descendía sobre la Iglesia y sacerdotes a ambos lados del Atlántico eran acusados de abusos sexuales de jóvenes y niños, se hizo claro que Benedicto, como cardenal, había ignorado lo que ocurría o no había disciplinado al clero acusado de pedofilia.
El papa fortaleció las leyes eclesiásticas en contra del abuso sexual, aumentó los castigos por crímenes sexuales y extendió la ley de prescripción.
Pero a lo largo de su papado, Benedicto no logró superar el escándalo.
Había otras controversias alrededor del papa antes de ser elegido. Benedicto insistió en que sólo la Iglesia católica podía guiar a los fieles a su salvación. Que el catolicismo era la única fe verdadera. Eso molestó a cristianos de otras denominaciones. También enfureció a los musulmanes con un discurso al principio de su papado, cuando citó a un antiguo emperador que tachó al islamismo de maligno e inhumano. Una gafe por la que después se disculpó.
En un esfuerzo por purificar su propia Iglesia, el papa atacó a los teólogos liberales y a quienes querían que las reformas del Concilio Vaticano II se pusieran plenamente en vigor. Dejó en claro que estaba en contra de la homosexualidad y el feminismo.
Algo que dejó entrever confusión en el Vaticano en 2012, fue la acusación al mayordomo del papa de haber filtrado documentos a la prensa sobre la corrupción y la emisión de contratos del Estado. El mayordomo admitió su culpabilidad y fue condenado a prisión. El papa más tarde le concedió el indulto.
Después de renunciar, Benedicto XVI se convirtió en lo que la Iglesia llamó un papa emérito.
Él nunca explicó claramente qué problemas lo llevaron a dimitir. Solo que ya no tenía fuerzas para continuar. Por eso y por otras razones, es probable que a Benedicto XVI no se lo recuerde con el mismo afecto que se le da a su predecesor, sino como una figura de transición que trató de guiar a la Iglesia durante tiempos difíciles.