La directora ejecutiva de Educación 2020 reflexiona sobre el fenómeno social y personal que se ha generado con el retorno a clases de niñas y niños. "Creemos que podemos regresar como si nada hubiera pasado", critica la especialista, planteando que la violencia entre los estudiantes no es algo nuevo, sino algo que desde hace tiempo se debía enfrentar de manera profunda e integral.
Tanto tiempo se limitó la conversación exclusivamente a volver o no a clases presenciales, que no se abordó en profundidad la pregunta cómo volver y, aún más importante, ¿para qué tipo de educación volver?
Ahora, pareciera que como sociedad, cual “monos porfiados” buscando rápidamente volver a la posición original, creemos que podemos regresar como si nada hubiera pasado, a la situación escolar de marzo del 2020. Como siempre, la realidad ha sido más fuerte, y nos ha mostrado algo que no solo nos preocupa, sino que nos interpela como sociedad, más allá de los límites de la escuela.
En este retorno a clases presenciales hemos visto diversas situaciones de violencia en torno a los establecimientos educacionales, que nos hacen preguntarnos qué hay en la base, y cómo podemos abordar este fenómeno que repentinamente irrumpe en el debate público.
Para tratar de comprenderlo de mejor manera, hay tres ideas previas que fundamental tener en cuenta. La primera, es que este es un fenómeno multicausal, es decir, existen distintos factores que influyen en las conductas violentas: Situaciones personales, familiares, en la escuela, y variables más sistémicas, como por ejemplo, la forma polarizada en que dialogamos en el debate público, los medios de comunicación y la forma en que nos organizamos como sociedad.
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Precisamente, esto está vinculado con la segunda idea, pues es crucial entender que la escuela es parte de un contexto mayor, frente al cual no solo está lejos de ser impermeable, sino que se relaciona estrechamente con él. Si miramos el contexto más global, podemos ver, a nivel internacional, distintos conflictos bélicos que tensionan al mundo, y a nivel nacional, como sociedad estamos expuestos a un entorno más violento; basta que miremos las noticias por televisión o algunas conversaciones de nuestros grupos de WhatsApp, para ver algunos ejemplos.
Las y los miembros de las comunidades educativas viven esto a diario, por lo que no podemos esperar que la escuela sea un espacio aislado de su entorno. En tercer lugar, es muy importante diferenciar adecuadamente entre las distintas situaciones que estamos observando, por ejemplo, el hostigamiento entre estudiantes y la violencia escolar es distinta al abuso y la violencia entre adultos, y para poder abordarlas de un modo pertinente necesitamos entenderlas y definir estrategias específicas para cada una.
Teniendo en cuenta estas tres ideas, cabe preguntarnos: ¿Es este un fenómeno nuevo en el contexto del retorno a las clases presenciales? Ciertamente no, este es un problema presente en escuelas y liceos del país desde hace mucho tiempo. Un par de antecedentes ilustran esta respuesta de modo contundente. El año 2017, en una encuesta realizada por el Instituto Nacional de la Juventud, el 85% de las y los jóvenes declaraba haber presenciado algún caso de acoso o bullying en su lugar de estudio.
Esto es consistente con algunos preocupantes datos del Estudio Nacional de Formación Ciudadana de escolares de 8° básico realizado por la Agencia de Calidad de la Educación el año 2018, donde uno de cada tres estudiantes cree que la violencia es un “medio válido para lograr lo que uno quiere“.
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Estos datos interpelaban al sistema educativo ya desde antes de la pandemia, pero si volvemos al contexto actual, ¿qué experiencia formativa están teniendo las y los estudiantes que han aprendido esto? ¿Cómo enseñamos en la escuela a vivir con otros, a resolver conflictos de modo dialogante y pacífico, a construir comunidad? Y es que la necesidad de avanzar a un sistema más humano y menos competitivo, basado en la colaboración y la confianza, se viene incubando hace tiempo en escuelas y liceos.
Si este era, entonces, un fenómeno que ya se vivía en las comunidades educativas previo a la pandemia, estos dos años de encierro y distanciamiento social no han hecho más que complejizar las cosas.
El distanciamiento y las clases presenciales suspendidas hicieron que se modificaran las oportunidades que tenemos para socializar, fortalecer vínculos e interactuar con nuestros pares, lo que a su vez afecta la capacidad que tenemos para regularnos emocionalmente, manejar nuestras diferencias y abordar sanamente los naturales conflictos que se dan como parte de la vida en sociedad.
Adicionalmente, tenemos que considerar que el contexto de la pandemia ha implicado una situación tremendamente incierta y preocupante. Al encierro y la incertidumbre sanitaria, se le ha sumado, para muchas familias, la precarización laboral y socioeconómica y el duelo de perder seres queridos.
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No podemos perder la perspectiva, lo que hemos vivido estos dos años como humanidad ha sido una situación inédita que nos ha enfrentado sin disfraces a la fragilidad de nuestra naturaleza humana. Y la distancia física se ha convertido muchas veces también en distancia social, debilitando los vínculos y las posibilidades de vivir esto en comunidad. Sin embargo, en el contexto de la vuelta a clases presenciales, hemos reflexionado muy poco respecto a esto, y a cómo y para qué retornar a la presencialidad.
Por el contrario, para muchos se vuelve predominante el discurso que habla de la importancia de “recuperar el tiempo de estos dos años perdidos“, con un fuerte énfasis en recuperar aprendizajes. Por cierto, el problema no es el énfasis en el aprendizaje -que, al fin y al cabo, es el foco de la educación, asegurar el derecho a aprender- sino que el considerar una visión muy reducida de este.
Y es que las escuelas, históricamente, se han visto presionadas a priorizar en su labor educativa solamente aquellas áreas que son evaluadas en las pruebas externas estandarizadas, estrechando o limitando las oportunidades para aprendizajes del área socioemocional, deportiva, artística, que son esenciales no tan solo para el desarrollo integral, sino que también para fortalecer la pertenencia, los vínculos comunitarios, liberar estrés y ansiedad.
En un momento como el que vivimos, es más importante que nunca generar espacios para humanizar la escuela, reconstruir vínculos y sentido de comunidad entre personas que muchas veces incluso no se conocen. El problema de la violencia escolar tiene diversas causas, es parte de un problema sistémico que viene desde antes de la pandemia y se manifiesta de distintas formas.
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Por lo mismo, más que salir a buscar responsables puntuales y abordarlo de un modo punitivo, necesitamos hacerlo de modo formativo. Esto implica, en el corto plazo, reducir la distancia social y generar espacios de reflexión colectiva para saber qué nos está pasando como comunidad con esta vuelta clases, privilegiando no sólo el encuentro entre pares, sino también entre distintos actores.
Así podremos conocer y empatizar con la situación de otros, favorecer el desarrollo de vínculos y de acuerdos compartidos respecto a cómo relacionarnos y resolver los naturales conflictos que surgirán. En el largo plazo, implica repensar cómo organizamos la escuela de modo más permanente para favorecer un sistema donde prime la confianza y la colaboración, no la competencia y el castigo, pues a vivir con otros se aprende a través de la experiencia de ser parte de una comunidad, con más vínculos y menos distancia social.