El director de contenidos del Instituto Res Publica reflexiona sobre los avances que ha tenido el crimen organizado en la sociedad chilena. "Por la vía de hacer valer su fuerza y su capacidad de concitar apoyos de la población, pretenden erigirse derechamente en una suerte de grupo privilegiado, intocables por las instituciones y temidos por las autoridades", plantea.
Las imágenes y noticias sobre los acontecimientos en Ecuador han permitido que en otras latitudes veamos en tiempo real cómo se desarrollan los eventos y, automáticamente, hace que muchas personas se pregunten si Chile está o no expuesto a este tipo de situaciones. Las autoridades que forman parte del actual gobierno han salido rápidamente a señalar que Chile no es Ecuador.
El crimen organizado se ha convertido en un actor político en diversos países y tiene una agenda propia. Su principal objetivo es poder operar en total impunidad, lo que implica ante todo estar por sobre la ley y el Estado Derecho y, en definitiva, quedar exento de las reglas y normas que se imponen a los integrantes de una sociedad. Más aún, por la vía de hacer valer su fuerza y su capacidad de concitar apoyos de la población, pretenden erigirse derechamente en una suerte de grupo privilegiado, intocables por las instituciones y temidos por las autoridades.
Existen al menos dos caminos para lograr conseguir su objetivo. El primero es la captura de las instituciones para así poder operar libremente en un proceso que puede tomar más o menos tiempo dependiendo de la solidez institucional de cada país. Esto suele comenzar silenciosamente, y se da en un período de años. El segundo es una suerte de asalto violento y frontal, desafiando abiertamente la institucionalidad existente para mostrar que la organización criminal tiene más poder y que está por sobre las normas que una sociedad ha fijado para su vida en comunidad.
Con todo, este proceso de captura apunta a una misma finalidad. Ante todo implica un despliegue organizado, que busca, por una parte, permear el tejido social y reemplazar tanto al Estado como a la Sociedad Civil en las relaciones de las personas en las comunidades, a la vez que se avanza.
Las organizaciones criminales tiene una red tan amplia, incluidas sus operaciones para blanquear activos, que terminan financiando una amplia gama de actividades, desde aportes a comunidades hasta financiamiento de la política. En paralelo, se crea y desarrolla una red de corrupción para ir penetrando las instituciones por la vía de sobornos y otras actuaciones contrarias a la probidad, complementadas con medidas de amedrentamiento en caso lo primero no resulte o sea resistido.
Por último, y aunque algunos no estén dispuestos a aceptarlo, el proceso de captura del Estado está aceptado con la subversión de lo que podríamos llamar un orden moral, en donde paulatinamente la población, al estar en contacto más o menos permanente con el crimen organizado, comienza a adoptar una serie de conductas y códigos propios de este mundo. Lamentablemente, los barrios y localidades que caen en la órbita de control del crimen organizado comienzan un ciclo de dependencia con el mismo, social, económico y cultural que muchas veces termina por subvertir los valores y virtudes por la ética del crimen.
Además, la violencia con que pueden actuar estas organizaciones criminales afecta directamente el normal funcionamiento del Estado. El acceso a armamento y a tecnología, fruto de las actividades ilícitas en que están involucrados, se vuelve un desafío para el Estado.
En primer lugar, porque como muestra la experiencia reciente, las policías no tienen muchas veces la adecuada preparación ni los implementos para hacer frente a una ola de violencia coordinada. En segundo lugar, porque la necesidad de disponer la participación de las Fuerzas Armadas plantea desafíos que muchas veces no se pueden prever, teniendo como punto de partida la disyuntiva en torno a si el involucramiento de las mismas produce el efecto de frenar la violencia o si, por el contrario, produce una escalada en la intensidad de la misma.
Considerando estos elementos, es un error abordar el tema del crimen organizado exclusivamente como un problema de seguridad, incluso sigue siendo un error considerado tan solo como un tema de seguridad nacional. Esta aproximación reduce y limita la posibilidad real de enfrentar el problema del crimen organizado. Se trata de un problema con profundas ramificaciones económicas, morales y culturales.
En este sentido, un primer paso para quienes gobiernan y quienes diseñan políticas públicas es considerar al crimen organizado como un actor político, esto es, como un actor ajeno a la vida institucional normal, que tiene una agenda política propia, que puede ir de una agenda tan acotada como operar con plena impunidad dentro de las fronteras nacionales hasta un proyecto ambicioso que busca derechamente reemplazar al Estado en el gobierno y administración de un territorio. Negarse a aceptar esta realidad puede tener elevados costos para la vida institucional.
La captura del Estado por parte del crimen organizado puede tener un efecto no pensado inicialmente, y que también se ha manifestado en América Latina: el surgimiento de líderes o proyectos políticos cuyo principal activo es una actitud de combate frontal, cuyo lenguaje y retórica se construye a partir precisamente de una actitud radical de firmeza ante el crimen organizado, pero que contiene en sí el germen de desviaciones autoritarias y a veces, un cierto desdén por el Estado de Derecho y las libertades individuales. Existe un riesgo inherente en el ascenso de un programa “autoritario” amparado precisamente en la urgencia de combatir el crimen organizado y generar seguridad.
No obstante ello, es necesario hacer presente que la demanda por seguridad y por liberarse del crimen organizado que manifiesta la población más afectada por esta dinámica no ha encontrado una respuesta efectiva en el derecho penal y en las políticas públicas que suelen implementarse bajo el paraguas del Estado de Derecho y el respeto a los Derechos Humanos. Y todo parece indicar que a menos que adopten una aproximación novedosa, no serán capaces de dar respuesta a la crisis de delincuencia que aflige a gran parte de América Latina.
Un buen ejemplo es el presidente Nayib Bukele en El Salvador, que ha convertido en eje articulador de su proyecto político la persecución del crimen organizado y el combate a la delincuencia, mal considerado como crónico en la nación centroamericana. Su popularidad precisamente se explica por su agenda en materia de seguridad, lo que incluso le ha permitido -en medio de una discusión constitucional, algo tan endémico de nuestra región- postular a la reelección a pesar de una norma explícita en contra.
No podemos olvidar que la ciudadanía espera una respuesta clara y decidida, con énfasis derechamente en el castigo a modo de retribución, y a la vez, como rol ejemplarizador que pueden tener las medidas. Por ello las imágenes de cómo se mantiene el orden en las cárceles, o las noticias de diversas políticas como hacer trabajar a los reclusos para pagar los gastos que generan a la sociedad. Es innegable que estas medidas hacen sentido a la población, en especial a la que ha sido más afectada por la penetración del crimen organizado, que suelen ser los compatriotas de menores ingresos.
Una de las razones de esta situación es que a pesar de la expansión sostenida del Estado a diversos ámbitos, la inmensa mayoría de la población asume que la función primaria de aquel es precisamente la seguridad. Si la percepción en torno a cómo desempeña esta función es negativa, se abren las puertas para apoyar un proyecto -incluso uno con rasgos autoritarios- que tenga como eje precisamente enfrentar al crimen organizado.