El subdirector de contenidos del Instituto Res Pública critica la formación de la Comisión Asesora contra la Desinformación y sus implicancias tanto políticas como fundamentales: "Esta urgencia por controlar la información, por entregar una suerte de sello que acredite la veracidad de la información, es más bien propia de los proyectos totalitarios del siglo XX".
En algunas ocasiones, acontecimientos que debieran estar en el centro del debate público pasan inadvertidos debido a la cobertura mediática y atención nacional que reciben otros hechos. Esta es la situación con la recientemente oficializada “Comisión Asesora contra la Desinformación” que ha lanzado el Gobierno del presidente Boric; noticia que ha sido prácticamente relegada al olvido debido al escándalo de las transferencias de recursos entre el Estado y organizaciones de la sociedad civil.
Sin perjuicio de la gravedad del llamado “Caso Convenios” así como del impacto en los cimientos del Gobierno del presidente Boric y de las fuerzas políticas que conforman el oficialismo, la creación y puesta en marcha de una instancia como la Comisión Asesora contra la Desinformación requiere la mayor atención por las profundas implicancias que puede tener en el respeto de la dignidad de la persona y su libertad.
El Gobierno y sus partidarios sostienen que esta iniciativa responde a la necesidad de evitar que la ciudadanía sea engañada por información incorrecta o del todo falsa, impidiéndole tomar decisiones adecuadamente. Por esta razón, existirá la necesidad de que el aparato estatal ejerza un monitoreo y control de la información que circula por diversos canales, y tome medidas en el asunto, en un abanico que eventualmente va desde calificar una información como incorrecta hasta aplicar sanciones a quien difunde esta información.
¿Dónde radica el problema? Precisamente en que será la misma entidad quien determine qué es falso y qué es verdadero, la que eventualmente llegue a señalar en una suerte de condena pública quienes estarían difundiendo información falsa. De esta manera, la verdad oficial será la única verdad, sin que se pueda desvirtuar por terceros independientes. ¿Qué garantía existe de que la libertad de expresión no sea coartada para los que disienten o tienen una comprensión distinta al Gobierno sobre una materia? Ninguna. ¿Qué garantía existe de que no se silenciarán las opiniones y voces críticas con la excusa de que se está desinformando? Ninguna. Aquí radica precisamente el mayor peligro de esta política que se busca implementar: existe un riesgo real de vulneración a la libertad de expresión, la libertad de opinión o la libertad de información. Si a este escenario se agrega la utilización política que desde el Gobierno se puede hacer, es posible prever que toda persona o grupo que sostenga una opinión política o crítica desfavorable al gobierno de turno termine siendo el foco de análisis de esta iniciativa. No es coincidencia que esta idea se implemente después de la derrota sufrida por los partidarios del gobierno en el plebiscito constitucional de 2022 y en las elecciones de consejeros constitucionales de 2023. No se debe olvidar que partidarios del gobierno y partidarios de aprobar el borrador constitucional propuesto por la fallida Convención Constitucional, incluidos ex convencionales, atribuyen hasta el día de hoy la derrota en el plebiscito de septiembre de 2022 a la campaña de desinformación. Para ellos, el texto fue rechazado porque la opinión pública fue engañada, y por tanto, si se hubiera contado con una entidad que pudiera verificar la veracidad de la información o sancionar a quienes difundieron información falsa, la campaña de la desinformación no habría surtido efecto.
Por desgracia, esta urgencia por controlar la información, por entregar una suerte de sello que acredite la veracidad de la información es más bien propia de los proyectos totalitarios del siglo XX, pero que ha sido reciclada con mayor o menor éxito por gobiernos autoritarios, populistas y por el llamado socialismo del siglo XXI. En este contexto no se debe olvidar que en la práctica se está utilizando el poder del Estado para establecer lo que es correcto, cierto, verdadero o como se quiera decir.
La libertad de expresión es vital a la hora de resguardar la dignidad de la persona, y de hacer valer su primacía por sobre la organización política y administrativa que una comunidad adopta. Desde esta perspectiva, la libertad de expresión puede ser considerada el origen de otras libertades como la libertad de opinión o la libertad de información. La importancia de esta libertad es su rol como antecedente directo de la iniciativa que tienen las personas y agrupaciones para fundar medios de prensa y comunicación, así como para difundir legítimamente ideas y creencias en comunidad. Adicionalmente, existe una relación importante entre la libertad de expresión y la salud de una democracia: la primera se convierte en un indicador de la segunda, al punto que su debilidad o ausencia son síntomas del avance hacia regímenes no democráticos precisamente.
Por supuesto que en el ejercicio de esta libertad se pueden cometer diversos abusos que pueden dañar a una persona o repercutir negativamente en una comunidad. Sin embargo, para corregir esta situación, una sociedad libre y virtuosa puede recurrir – y de hecho lo hace – a una serie de mecanismos que operan con posterioridad a que se produzca el abuso, no antes y en abstracto. Así, existen acciones penales y civiles que se pueden ejercer ante los tribunales de justicia, al igual que el derecho a réplica en medios de prensa para la persona afectada, por nombrar algunas herramientas.
La actitud de la ciudadanía, de la sociedad civil y de los actores políticos frente a instancias como la propuesta permiten comprender mejor el carácter nacional y la dirección que puede tomar una nación. En este sentido, podría especularse que la ciudadanía no ha terminado de evaluar adecuadamente el riesgo que implica este tipo de iniciativas, o incluso que la libertad de expresión y de información no son concebidas como un pilar para el respeto de los derechos de la persona ante el Estado. Es cierto que más de alguna crítica ha sido recogida en la prensa, pero llama la atención que no exista una campaña organizada para rechazar la comisión o que actores políticos que se identifican con las ideas de una sociedad libre no estén coordinando esfuerzos para impugnar la instalación de este organismo en sede administrativa, judicial o constitucional.
En Estados Unidos, cuando el Presidente Biden intentó una política pública similar en 2022 con la Disinformation Governance Board, la oposición a la misma fue contundente desde el anuncio, en un esfuerzo coordinado entre la ciudadanía, la sociedad civil y diversos actores políticos; a tal punto que la persona encargada de liderar la instancia terminó renunciando al mes de ser designada y desde entonces la Casa Blanca no ha insistido con el tema. Esta agencia tenía como encargo oficial combatir las narrativas falsas sobre el terrorismo interno y el tráfico de personas a lo largo de la frontera, pero la opinión pública mayoritariamente se alarmó al considerar que el mandato era mucho más amplio, para monitorear y posiblemente reducir el discurso político desfavorable. Fue tan mal recibida por la opinión pública que al final el Departamento de Seguridad Interior decidió terminar con el proyecto, previa sugerencia de su consejo asesor.
La gran interrogante es si en Chile el desenlace será similar, o si, por el contrario, esta iniciativa terminará por instalarse en el entramado del aparataje estatal y eventualmente captando recursos, para enquistarse en la administración del Estado. Por ahora queda claro que este tema de la libertad de expresión y del rol del Estado respecto de la desinformación recién comienza a discutirse en nuestro país. Asimismo, es evidente que habrá que esperar un poco más para ver cómo los promotores de una sociedad libre y virtuosa se articulan para hacer frente a esta instancia y otras similares.