El investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) reflexionó sobre el cambio climático y sostuvo que "la solución obviamente no la otorgará Chile, pero quizás sí pueda dar el ejemplo utilizando sus limitados medios en la lucha contra este problema".
El verano recién comienza y seis comunas del país ya fueron declaradas en Alerta Roja por distintos incendios. Los calurosos y secos días de diciembre trajeron consigo un fuego que ha consumido miles de hectáreas en Quilpué, Villa Alemana, Santo Domingo, Isla de Pascua, Curacaví, Lampa y San Pedro. El respiro de un año comparativamente lluvioso, que permitió reponer en algún grado la vegetación, nos jugó en contra cuando la misma se secó ante el fuerte aumento de las temperaturas. Lo verde se transformó en amarillo, el amarillo en rojo y lo rojo en ceniza.
El origen de los siniestros tiene diversas causas. Es probable que las de mayor trascendencia se deban a la acción humana (intencionada o no) y a los cambios que han experimentado nuestros ecosistemas durante los últimos años: la vegetación y los flujos hídricos cambiaron a un ritmo vertiginoso en diversas zonas del país (no hace falta ir a Petorca para comprobarlo). Con todo, un factor clave que también incide en este tipo de acontecimientos a macroescala es el cambio climático. No es exageración decir que este fenómeno es uno de los más importantes y urgentes de la actualidad, pese a que usualmente lo releguemos a un segundo plano ante los vaivenes de la contingencia. Como bien lo anticipó el economista Frédéric Bastiat hace casi ya dos siglos: las clases dirigentes se preocupan por lo visible y no de lo invisible, aunque esto último pueda resultar a futuro de mayor relevancia.
Para ser justos, hay que reconocer que el gobierno del Presidente Boric ha puesto énfasis al menos discursivo a cómo de enfrentar el cambio climático. No obstante, el problema del gobierno se encuentra en los medios y en la elaboración de un diagnóstico para definir el curso de acción. Hoy las autoridades parecen repetir la fórmula vista en los últimos años: confiar en que un gran acuerdo internacional comience a revertir el daño causado. Eso ha provocado que lleguemos a las consecuencias del cambio climático de forma reactiva en vez de propositiva.
¿Qué hacemos entonces? Las soluciones grandilocuentes no sirven de mucho por ser irreales. Chile no tiene la suficiente influencia geopolítica para convocar a las grandes potencias a pactar acuerdos de reducción de emisiones. Por otro lado, los costes de transacción implícitos en este tipo de acuerdos son tan elevados, que los convierten en una realidad improbable. Quizás por lo mismo no hemos presenciado grandes avances más allá del Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París, muchas veces incumplidos por quienes más contaminan.
Agencia Uno
Lo probable es que un nuevo pacto entre los principales emisores de gases con efecto invernadero tarde mucho tiempo en concretarse; así lo constatamos en las recientes negociaciones de la COP 27, pero esperar de brazos cruzados terminará aniquilando las posibilidades de encontrar un remedio oportuno para prevenir el desastre. Las medidas pactadas a macroescala, si no se respaldan por una serie de esfuerzos a nivel nacional, regional y local, no contarán con los medios para funcionar satisfactoriamente. De nada sirve una buena armazón si su interior está vacío.
Dada la complejidad y la naturaleza cambiante de los desafíos que impone el calentamiento global, las soluciones óptimas para lograr una reducción sustancial de la cantidad de gases emitidos son básicamente inalcanzables. Ningún órgano administrativo a nivel global funcionará con eficacia porque los países cargan con costos diferentes al adaptar su producción a ciertos estándares. Estados Unidos o China, inmersos en una fuerte competencia, no dejarán de producir con tal de crecer aunque eso implique contaminar; países emergentes como el grupo de los BRICS puede que también demoren en transitar hacia economías verdes.
En último término puede que los esfuerzos más efectivos terminen siendo aquellos a nivel local o, mejor dicho, a microescala, y es ahí donde precisamente podemos aportar teniendo en mente que la tierra conforma nuestra casa común. Como advirtió el fallecido filósofo Roger Scruton, el verdadero cambio nace de abajo hacia arriba: desde personas comunes que, asociadas con otras, deciden hacerse cargo de la protección de su propio entorno. Esta solución, por supuesto, no generará grandes titulares ni dejará satisfecha a la mayoría de las personas. Pero al menos es una visión realista y puede que esa actitud, junto a la sinceridad, sean uno de los elementos más necesarios y escasos en este debate.
La solución obviamente no la otorgará Chile, pero quizás sí pueda dar el ejemplo utilizando sus limitados medios en la lucha contra este problema. Y si no, al menos lograremos preservar algunas zonas ecológicas de nuestros propios problemas ambientales internos. Si nuestra relación con el medio no cambia y si las autoridades no sancionan de modo eficaz, estamos firmando nuestra futura sentencia de muerte.
Pero incluso antes que las autoridades, son muchas veces las mismas comunidades las que tienen en sus manos la tarea de prevenir y proteger a la diversidad ecológica y a su propio entorno. En ese sentido, como muestran diversos estudios de nueva economía institucional (véase, por ejemplo, Cole 2015), una variedad de iniciativas aplicadas al mismo tiempo por las comunidades a escala local puede lograr el mismo efecto global de conjunto deseado, siendo también más fáciles y menos costosas de aplicar.