"Sin corresponsabilidad en el cuidado de nuestros hijos, hijas y adultos mayores, las mujeres enfrentamos una barrera que trunca nuestro desarrollo", plantea la abogada y fundadora de Puente Social.
El pasado 8 de marzo conmemoramos el Día Internacional de la Mujer y los medios centraron su programación en debatir sobre su rol en la sociedad, destacar a aquellas que han alcanzado posiciones relevantes y conversar sobre los desafíos pendientes. Recordé entonces a la fallecida jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos, Ruth Bader Ginsburg.
“Las mujeres alcanzaremos la verdadera igualdad cuando los hombres compartan con nosotras la responsabilidad del cuidado de las futuras generaciones”, dijo alguna vez en entrevista con la periodista Lynn Sherr.
Y es que sin corresponsabilidad en el cuidado de nuestros hijos, hijas y adultos mayores, las mujeres enfrentamos una barrera que trunca nuestro desarrollo. Para abordar los desafíos de aumentar la participación de las mujeres en los distintos ámbitos de la sociedad, me parece indispensable considerar al menos dos dimensiones: impulsar cambios desde las políticas públicas y promover una transformación cultural colectiva, pero también individual, que como mujeres debemos internalizar.
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Respecto al primer punto, hay un problema estructural en nuestra sociedad relacionado a que la responsabilidad del cuidado y de las tareas domésticas sigue recayendo prioritariamente en las mujeres. Esas responsabilidades, además de mantener el hogar, representan un obstáculo relevante para aquellas que quieran desplegarse en el mundo laboral, cualquiera sea la posición en la que se quieran desempeñar. Si en los últimos años veníamos viendo un sostenido aumento de la participación femenina en el mundo del trabajo, la pandemia generó un retroceso de una década en esta materia. De acuerdo a un estudio realizado por Comunidad Mujer, la mayoría de las 899 mil mujeres que perdieron su trabajo no ha vuelto a buscar uno, no porque no quieran, sino porque han tenido que asumir otras cargas de carácter doméstico.
La corresponsabilidad en el cuidado tanto del hogar como de sus miembros no existe. Es hora de preguntarse qué tenemos que hacer desde las políticas públicas para construir una sólida red de apoyo anclada en los territorios, con certificaciones y estándares elevados, que resguarden tanto a los niños como a los adultos mayores –en una sociedad como la nuestra que envejece progresivamente– que dependen del cuidado de una mujer, para que esta pueda desarrollarse personalmente con tranquilidad emocional. Existen experiencias internacionales en esta materia que podríamos estudiar, particularmente el modelo sueco, donde una red de apoyo administrada y promovida por los municipios, se encarga de cuidar, acompañar y contener a sus adultos mayores. Cuestión similar habría que habilitar para ocuparse de los niños y niñas que quedan descuidados una vez terminada su jornada escolar.
Al mismo tiempo, parece razonable discutir y avanzar sobre la idea de retribuir económicamente el trabajo doméstico, generando así un aporte en materia previsional y dándole formalidad a ese trabajo hoy invisibilizado, pero también la posibilidad de que tanto hombres como mujeres puedan decidir hacerlo libremente.
Desde el punto de vista cultural ya percibimos avances en cómo las nuevas generaciones practican la crianza compartida y entienden que cuando el hombre hace labores domésticas no es que esté ayudando a la mujer, es que le corresponde. Pese a eso, todavía es necesario que las mujeres tomemos conciencia de nuestro aporte al mundo laboral y a la sociedad. Dejar de sentir que no estamos lo suficientemente preparadas y que no hacemos lo que se espera de nosotras, o peor aún: que no somos merecedoras de nuestros logros y que alguien nos va a descubrir, algo que las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes acuñaron como el “síndrome del impostor”. Esto nos afecta por falta de referentes y de visibilización a las mujeres; falta de expectativas de la sociedad y, por ende, continuos cuestionamientos o sospechas de por qué llegamos a las posiciones que ocupamos; y, por cierto, altos niveles de exigencia donde la perfección se valora exageradamente. Así, las mujeres no solo tenemos que ser inteligentes, también tenemos que lucir bien y ser simpáticas.
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Los paradigmas están cambiando y la pandemia ha puesto en valor los llamados liderazgos femeninos. Me pregunto si acaso utilizar ese término contribuye en perpetuar estereotipos, cuando de lo que estamos hablando no es más que de liderazgos que priorizan la escucha y la participación de todos y todas. La periodista Amanda Taub escribió en un artículo en The New York Times que “el enfoque de Ardern (primera ministra de Nueva Zelanda) para combatir la pandemia no podría estar más lejos del arquetipo tradicional. Pero en este nuevo tipo de crisis, su liderazgo cauteloso ha resultado exitoso. Diría que cerrar la economía temprano fue una estrategia de aversión al riesgo”. También han sido destacadas las conducciones de Kersti Kaljulaid en Estonia, Katrín Jakobsdóttir en Islandia, Tsai Ing-wen en Taiwán, Angela Merkel en Alemania y Mette Frederiksen en Dinamarca.
Los valores usualmente asociados a lo femenino –cooperativismo, colaboración y sensibilidad– son los que hacen que se abra una nueva perspectiva de liderazgo; una gestión de carácter transformador, en el que se toman en cuenta esas características que históricamente han sido atribuidas a las mujeres e interiorizadas por nosotras mediante la socialización de géneros.
Para eso y todo lo anterior es indispensable trabajar una dimensión personal de nosotras mismas, el autoconocimiento, fortalecer nuestra autoestima, entender que somos tan capaces como los hombres capaces y que si hemos llegado a un espacio laboral es porque aportamos un valor, hemos trabajado para llegar ahí, porque nos hemos preparado y sabemos y compartimos un sentido de responsabilidad colectiva, de estar haciéndolo por nosotras y por todas las otras mujeres que vienen.