Columna de Claudio Alvarado: Mínimos comunes

Por Claudio Alvarado

12.05.2021 / 15:00

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A las puertas de las elecciones más importantes de nuestra historia, el director ejecutivo del Instituto de Estudios para la Sociedad (IES) hace un llamado a tomarle el peso a estos comicios. "La carta constitucional fue la única ruta compartida e institucional que trazaron las principales fuerzas políticas del país, desde la UDI hasta Gabriel Boric", plantea.


¿Por qué es tan importante la elección de convencionales constituyentes? La pregunta no es trivial y la respuesta no es obvia. Por la pandemia, por la alteración del calendario electoral o por lo que sea, hoy el ambiente no transmite ni de cerca aquello que reiteran con fervor las elites políticas y mediáticas: que estamos a las puertas de los comicios más relevantes de nuestra historia. Más aún, algunos sondeos de opinión parecieran favorecer cierto escepticismo respecto del itinerario constitucional. Un reciente estudio de Espacio Público e Ipsos indica que los tres problemas que más afectan a las personas son la delincuencia (53%), el desempleo (40%) y un servicio deficiente de salud (40%). Por su parte, el “especial clase media” de Cadem sugiere que los principales sueños de los encuestados son la estabilidad laboral (23%) y la casa propia (21%), mientras que sus mayores temores consisten en perder el trabajo, la inestabilidad económica y que no alcance el dinero (44%).

A primera vista, nada de esto se relaciona con el proceso constituyente; sin embargo, las apariencias engañan. Así como no ayuda al éxito de este proceso seguir inflando las desmesuradas expectativas que lo rodean, tampoco conviene minusvalorar un hito que tendrá consecuencias muy relevantes. De hecho, precisamente con vistas a enfrentar el escenario social descrito, hay al menos tres motivos que confirman la importancia de las elecciones de convencionales y, en general, del cambio constitucional.

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El primero es que ninguna de esas expectativas podrá ser satisfecha para las grandes mayorías mientras no exista un grado mínimo de estabilidad política, y ésta se reveló como una quimera desde octubre de 2019. En términos simples, para que tal estabilidad vuelva a ser un propósito alcanzable, se requiere soldar la fractura que reveló la crisis. El proceso constituyente podrá gustarnos más o menos —de haber mediado un sano reformismo en su minuto, las cosas podrían haber sido diferentes—, pero el hecho es que, cuando Chile se encontraba al borde del abismo, la carta constitucional fue la única ruta compartida e institucional que trazaron las principales fuerzas políticas del país, desde la UDI hasta Gabriel Boric. Y cuando la ciudadanía fue convocada a las urnas, le dio un masivo espaldarazo a ese camino. Éste no será fácil ni rápido, pero nuestros representantes decidieron primero, y el electorado ratificó después que, para salir de la crisis, había que discutir las reglas básicas de nuestra convivencia. Este domingo elegiremos a los protagonistas de ese debate.

El segundo motivo que explica la relevancia de los comicios es que este proceso nos ofrece una oportunidad privilegiada para revalidar la política y las instituciones representativas. No es seguro que vayamos a conseguirlo, y por de pronto ello exige rechazar inequívocamente la violencia, así como los llamados a rodear la Convención o desconocer el cuórum de dos tercios. Acá, dicho sea de paso, la centroizquierda puede confirmar su vocación democrática e institucional, o abandonarla definitivamente. Con todo, lo cierto es que hoy no se vislumbran otras opciones que el desafío constitucional para relegitimar la actividad política. El gobierno se encuentra debilitado como pocas veces en la trayectoria del Chile republicano, la credibilidad del Congreso y de los partidos está por el suelo, el oficialismo le quitó el tercio al Presidente —su línea de flotación—, y la oposición reniega de su propia biografía. Es de tal magnitud el deterioro político e institucional que casi no hay actores públicos con saldo a favor. En este contexto, la demagogia asecha e incluso la propia clase política muchas veces ha dejado de creer en su papel.

Hasta ahora, entonces, no se vislumbran muchas alternativas para reivindicar la deliberación, el diálogo y los acuerdos en función del bien público. El órgano constituyente representa una oportunidad inédita en ese sentido. El camino, ya lo dijimos, estará plagado de dificultades y el clima político no cambiará de un día para otro. Se trata, con todo, de una entidad diferente, integrada por personas que no estarán pensando en la reelección, y entre los que se anuncia una combinación de dirigentes políticos, académicos, actores sociales y figuras desconocidas. Quizá ese elenco, de seguro mejor que la actual Cámara de Diputados, permita recuperar parte de la confianza en la palabra pública y los procedimientos democráticos. Por ese motivo se dice que no sólo importa el resultado, sino también el proceso. Este fin de semana —insistamos en ello— elegiremos a los encargados de conducirlo.

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Pero los resultados también importan mucho. El tercer motivo por el que son cruciales la elección del 15 y 16 de mayo, y el posterior trabajo de la Convención, remite al bloqueo del sistema político. Dicho bloqueo deriva de actitudes, torpezas y mezquindades nuestros dirigentes, pero también de un deficiente diseño institucional. En términos esquemáticos, llevamos una década y media improvisando reformas políticas. Ellas son el telón de fondo de la creciente desafección ciudadana, así como también de la grave desarticulación entre el Ejecutivo y el Congreso. Mientras el voto voluntario —aprobado con votos a diestra y siniestra— llevó a olvidar los deberes cívicos más elementales, a segmentar socioeconómicamente el sufragio y a una lógica que les habla a las barras bravas y no a las grandes mayorías, el arcaico sistema binominal fue reemplazado por un proporcional corregido que aumentó la distancia entre la política y la ciudadanía con sus distritos enormes, y que no dialoga con el régimen presidencial imperante. Este nuevo sistema multiplica la fragmentación de las fuerzas parlamentarias y, por tanto, dificulta la formación de mayorías en el Congreso. La consecuencia es que los gobiernos se ven severamente constreñidos al momento de impulsar sus programas y, con ello, las reformas largamente demandadas por la ciudadanía duermen el sueño de los justos. Pasó con los seguros privados de salud (hay un vacío legal que se remonta al año 2008), pasa con las pensiones (hace una década existe un acuerdo relativamente transversal en torno a sus problemas) y así, suma y sigue. En esos y otros temas no existía un único sendero posible para enfrentar las carencias del Chile postransición, pero ni siquiera intentamos recorrer uno solo, producto precisamente del bloqueo del sistema. El proceso constituyente permite examinar nuestro andamiaje político a partir de una visión de conjunto. Esta es la condición de posibilidad de un Estado en forma, capaz de procesar las demandas ciudadanas y responder a tiempo a los anhelos más acuciantes de la población, como los que comentábamos al comienzo de esta columna.

Estas líneas no pretenden negar el indudable y dañino exceso de expectativas, ni los riesgos que supone el lirismo de los derechos de papel, ni tampoco la frivolidad o estridencia de muchos candidatos que han prometido el oro y el moro, pese a que la Constitución es un instrumento limitado. Pero esa saludable cautela tampoco nos debiera llevar a perder de vista que estas elecciones sí son muy importantes. Un proceso constituyente legítimo y cuyos frutos logren dotar de mayor eficacia al sistema político sería un gran aporte para salir de nuestra crisis. No se trata de una receta mágica en lo inmediato, pero sí de un cambio en la trayectoria de mediano y largo plazo. El propósito, a fin de cuentas, es esforzarnos por configurar nuevos mínimos comunes, en una sociedad que pareciera haberlos perdido. No es poco