Columna de Claudio Alvarado: Squella y (su obsesión con) la subsidiariedad

Por Claudio Alvarado

09.03.2021 / 18:30

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"Así como la libertad, la igualdad y muchos otros principios e ideales políticos han sido distorsionados a lo largo de la historia, la subsidiariedad efectivamente ha sido malentendida en Chile", expone el director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).


“Un Estado subsidiario es como un jugador en la banca al que solo se le pide quitarse el buzo cuando queda una grande en el campo de juego, por ejemplo, con una #pandemia”. Con este tuit, el profesor de Derecho y candidato a constituyente Agustín Squella resumió una idea que ha reiterado en diferentes medios. El punto es digno de análisis, por varios motivos.

En primer lugar, porque en el argumento resuena un aparente acuerdo de la oposición. No se trata sólo de la nueva izquierda, sino más bien de una bandera transversal, desde Ximena Rincón hasta Daniel Jadue. Basta recordar que el ex presidente Ricardo Lagos ha repetido en varias ocasiones lo mismo que declaró en diciembre de 2015 para The Clinic: que “jamás iba a estar de acuerdo con que el Estado sea subsidiario”.

El problema, sin embargo, es que la misma centroizquierda que ahora reniega de la subsidiariedad gobernó varias décadas a partir de la cooperación público-privada, manifestación característica (aunque no exclusiva) de este principio. Sin ir más lejos, el propio ex presidente Lagos también ha dicho que “el Estado puede colaborar para expandir el espacio asociativo, reforzar y apoyar la tarea de diversos grupos de la sociedad civil”.

Conviene notar que este planteamiento de Lagos es muy similar al texto de la Carta Fundamental vigente que suele comprenderse como la base constitucional de la subsidiariedad: “el Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad”. Y conviene notar, además, que esta expresión fue recogida casi en los mismos términos en el proyecto de reemplazo a la Constitución que la ex presidenta Michelle Bachelet ingresó al Congreso poco antes de concluir su segundo mandato.

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¿En qué quedamos entonces? ¿La oposición quiere o no quiere erradicar la subsidiariedad? La pregunta no es trivial. Si efectivamente quisiera, ¿en qué se traduce, en concreto, su exclusión? ¿Cuáles de sus manifestaciones desea restringir, y hasta qué punto? Aquí no hablamos de nimiedades. Hablamos del derecho de asociación, de la participación de la sociedad civil en la satisfacción de diversas necesidades sociales, de la libertad de los padres para elegir los proyectos educativos de sus hijos y, en suma, de las garantías que aseguran que el Estado se encuentre al servicio de la persona y sus agrupaciones, y no al revés.

Es probable —y positivo, por el bien del país— que frente a ese tipo de temas, la oposición no goce de la unidad que sugiere el rechazo de la subsidiariedad. Que, en realidad, esta cuña se haya convertido en una consigna que oculta más de lo que revela. Y que, al igual que tantas otras cosas, acá el telón de fondo sean los fantasmas de la generación que antes perdió y después recuperó la democracia. En efecto, el régimen de Pinochet primero, y la derecha posdictadura después, por momentos difundieron una lectura estrecha de la subsidiariedad —favorecida además por el contexto de Guerra Fría—, pero la izquierda continúa actuando como si aún no hubiera caído el Muro. Sin embargo, tal como sabe cualquiera que se tome mínimamente en serio este debate, la subsidiariedad no significa “Estado mínimo” ni se restringe al mero campo económico. Por eso es apreciada desde diversas tradiciones intelectuales y en muy diferentes contextos; basta revisar el Tratado que da forma a la Unión Europea.

¿Por qué importan estas aclaraciones? Desde luego las exige la honestidad intelectual, pero también son pertinentes por otras razones adicionales. Así como la libertad, la igualdad y muchos otros principios e ideales políticos han sido distorsionados a lo largo de la historia, la subsidiariedad efectivamente ha sido malentendida en Chile. Pero al igual que esos principios e ideales que de todos modos seguimos promoviendo, la subsidiariedad nos ayuda a resguardar aspectos valiosos de la vida común. Después de todo, ella apunta a proteger las legítimas atribuciones de las asociaciones humanas, descentralizar la toma de decisiones y, en suma, cuidar tanto la vitalidad como la pluralidad de la sociedad civil. Es decir, aquel extenso tejido de asociaciones y comunidades en las que naturalmente nos desplegamos los seres humanos.

Nótese lo siguiente. Si, tal como indican diversos diagnósticos, gran parte de los problemas del Chile posdictadura derivan de la falta de respaldo a las iniciativas y comunidades más próximas a las personas, se requiere más subsidiariedad, no menos. Los fantasmas del pasado no debieran llevarnos —Squella dixit— a dejar en la banca esta realidad. La subsidiariedad ciertamente constituye un límite (deseable) a la acción del aparato estatal, pero también favorece su intervención. En principio fomenta el protagonismo de las agrupaciones menores, pero precisamente por su relevancia, las entidades mayores y el Estado deben apoyar a las menores cuando corresponde. El punto es ayudarlas a cumplir sus fines, y no simplemente reemplazarlas o sustituirlas.

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En nuestro país llevamos casi una década discutiendo sobre estos temas. Abundan los libros, entrevistas y columnas orientadas a precisar el genuino sentido y alcance de la subsidiariedad. Quien reivindica constantemente el diálogo y la “tolerancia activa” no debiera hacer como que tal discusión no existe. En especial si se trata de alguien que se enorgullece de su trayectoria académica y que, además, siempre ha defendido la autonomía universitaria, expresión típica de la subsidiariedad en ese ámbito. Por lo demás, si hay un sector que debiera comprender el valor de organizaciones sociales fuertes entre el Estado y la persona, ese es la oposición. Cuando en Chile el poder del aparato estatal —de Pinochet— no trepidaba en violar los derechos humanos, fue la sociedad civil (partiendo por la Vicaría de la Solidaridad) quien refugió a los perseguidos. Hay un curioso olvido en este ámbito.

Con todo, si en algo acierta Agustín Squella es en su referencia a la pandemia: la exitosa vacunación masiva ha ofrecido un ejemplo privilegiado de cómo opera la subsidiariedad. La dirige el Estado, pero supone una red integrada y descentralizada, que se sustenta en la atención primaria y en la cooperación público-particular. En buen romance: sin las gestiones de la Universidad Católica —la misma cuyo carácter público la izquierda ha negado sistemáticamente en el pasado—, en Chile no tendríamos las dosis del fármaco chino que ha permitido inmunizar a millones de personas. Pero no fue sólo la UC. En este proceso han intervenido otras casas de estudio superiores, la CPC, el Ministerio de Ciencias, etc. Es decir, entidades estatales y particulares, confesionales y laicas, con diversas lógicas e idearios institucionales. Todo lo cual, guste o no, evoca el mismo principio que Squella y otros dicen repudiar.