El director ejecutivo del IES alude a "la escasa presencia en la esfera pública de voces partidarias de mantener el estatuto matrimonial clásico" para criticar la homogeneidad del discurso en torno al proyecto de matrimonio igualitario. "Para gran parte de las élites este tema ni siquiera admite ser debatido. ¿Cómo explicar este fenómeno?", se pregunta.
Sebastián Piñera terminó de golpear a su coalición al decidir —soterrada e intempestivamente— apoyar el proyecto de “matrimonio igualitario” presentado por la ex presidenta Bachelet. Sus ministros, sus partidos e incluso su mítico “segundo piso” se enteraron por la prensa de este abrupto cambio de opinión, del que sólo sabía un puñado de asesores informales. Por lo mismo, sorprende la reacción tosca y cortoplacista de los presidenciables de Chile Vamos. Mientras Briones compara a los conservadores con los comunistas, Sichel habla de sectas y Lavín teme defender sus posiciones con un mínimo de rigor (como si las concepciones personales pudieran separarse de los planteamientos políticos). Ninguno advierte que en unas pocas semanas el ganador de las primarias deberá liderar una coalición que siempre perderá en la cancha de la emancipación, y que aglutina no sólo a liberales progresistas, sino también a liberales clásicos, conservadores y socialcristianos.
Con todo, lo más sorpresivo va por otro lado, y guarda relación con la escasa presencia en la esfera pública de voces partidarias de mantener el estatuto matrimonial clásico. En todos los países en que ha surgido esta discusión, ella suele despertar visiones encontradas, y todo indica que en Chile el panorama es menos uniforme que lo sugerido por los medios y por la encuesta de los lunes. Por ejemplo, en el comentado estudio del COES sobre las élites, un 65% de estas últimas apoya el matrimonio entre parejas del mismo sexo, mientras que en la ciudadanía en general el respaldo baja al 54%. Por su parte, la encuesta CEP del año 2017 indica un 39% a favor de esta innovación, un 41% en contra y un amplio porcentaje indiferente. No se trata, por supuesto, de asumir que nuestra sociedad deba ser descrita como conservadora. El punto es que nada sugiere que las posiciones sean tan homogéneas como cree la opinión pública ilustrada, cada vez más hostil al disenso en estas materias. En rigor, para gran parte de las élites este tema ni siquiera admite ser debatido. ¿Cómo explicar este fenómeno?
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Una posible explicación —no la única— es de índole intelectual. Mientras algunos partidarios de la noción tradicional de matrimonio parecieran desconocer las razones que respaldan su visión, una serie de lugares comunes se ha instalado de forma casi irresistible en el imaginario dominante. Por ejemplo, estos días han proliferado las apologías al “progreso” en los medios y redes sociales: ¿cómo restarse de la marcha de la historia, cuyo lado correcto ya estaría zanjado de antemano? La consigna pareciera ser una sola: hay que avanzar. Así, quienes afirman lo contrario respecto de estos temas, necesariamente estarían presos de convicciones retrógradas, que retrasan el inexorable curso de los acontecimientos. Paradójicamente, muchas de esas voces también reivindican la importancia de la deliberación política y el diálogo democrático, sin notar la inconsistencia de defender la política un día y dar estos debates por zanjados al día siguiente. Si tal diálogo y tal deliberación son valiosos e indispensables, es precisamente porque somos libres para razonar y evaluar los argumentos por su propio peso, con independencia de las modas de turno.
Otro tanto ocurre con la invocación, tan reiterada como imprecisa, del ideal del “Estado neutral”, que muchos distorsionan —con o sin advertirlo— al invertir su significado. En efecto, cualquier liberal medianamente instruido comprende que el aparato estatal sólo debe regular aquellas materias de indiscutido interés público, pues no le compete reconocer ninguna opción ni estilo de vida como tal. Hacerlo sería, de hecho, abandonar la neutralidad. Por ese motivo, no bastan ni los afectos ni los intereses privados para transformar las instituciones o ampliar la cobertura del Estado. Por algo no se regulan las amistades, los pololeos ni los noviazgos. ¿Cuál es, entonces, el interés público subyacente a la institución matrimonial? Desde un prisma comprometido con el ideal del “Estado neutral”, esta pregunta es ineludible, y se queda corta (o hace trampa) la respuesta según la cual el propósito sería reconocer o legitimar tal o cual opción de vida.
Por cierto, para la visión matrimonial clásica no hay mayor problema al respecto, en la medida en que se trata de reglar y estabilizar el vínculo de dos adultos típicamente aptos para transmitir la vida. Desde ahí se pueden justificar racionalmente todas y cada una de las singulares características del estatuto matrimonial. No se trata de meras libertades o expectativas personales, sino de favorecer y ordenar una realidad previa a la regulación estatal: salvo la intervención del artificio técnico o legislativo, la generación, crianza y educación de los hijos supone en su origen la unión de lo masculino y lo femenino. Afirmar esto no implica negar el respeto que se merecen todas las personas por el solo hecho de ser tales, ni tampoco discriminar arbitrariamente a nadie. Estamos hablando de requisitos y fines institucionales. Ni más, ni menos.
Pero llegados aquí, emerge un factor político relevante. A saber, que más allá de las gárgaras en favor de la comunidad y en contra del individualismo, políticamente se vuelve cada vez más difícil pensar en bienes o lógicas comunes e institucionales. Por un lado, la izquierda ha ido abandonando la noción de clases y la justicia social, en favor de las políticas de identidad en sus distintas variantes (ya sabemos cómo le fue en Estados Unidos siguiendo ese camino). Por otro lado, gran parte de la derecha, incluso aquellos que simpatizan o defienden postulados tradicionales en materia cultural o familiar, lleva décadas reduciendo sus argumentos a una sola bandera: las “ideas de la libertad”. Ante cualquier planteamiento político juzgado como perjudicial, se repite este eslogan, sin mayor reflexión ni conciencia de lo obvio: las libertades no son autosuficientes. Sin un fundamento racional que las respalde, sería arbitrario exigir su respeto por parte de terceros.
En este contexto, la confusión es total. Por ejemplo, un diputado de la UDI cree que la gran solución ante los retiros del 10% es… ¡retirar el 100%! Son mis fondos, mis retiros, mis pensiones: mi libertad. Por su parte, Ignacio Briones, que en el campo previsional defiende las lógicas del rigor técnico y la seguridad social, y por tanto se opone al absurdo retiro “del 100%”, casi acusa de totalitarios a los partidarios de la visión familiar clásica. Unos y otros han olvidado que lo propio de la derecha no es simplemente “maximizar la libertad”, sino articular las diversas prerrogativas individuales en el marco de un orden social más amplio. Es decir, ofrecer una visión de bien público capaz de sustentar las restricciones inherentes a la vida común (y, nuevamente, la regulación de la familia no es la excepción).
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Naturalmente, todo lo anterior requiere la capacidad de ir más allá de las demandas propias o particulares; de preguntarse por los propósitos o fines que justifican la existencia de las diversas instituciones; en suma, de salir del “yo” para pensar en un “nosotros”. Pero esto, en el marco de nuestras sociedades, se ha vuelto cada vez más difícil. En ese sentido, puede pensarse que el “modelo” ha tenido sus consecuencias. Ya desde Aristóteles sabemos que los cuerpos políticos favorecen ciertos tipos de ciudadanos y de caracteres, en desmedro de otros, y hoy —salvo escasas excepciones— no es exagerado afirmar que derecha e izquierda son culturalmente neoliberales: a fin de cuentas, sólo importan “mis” preferencias; nada más.
De ahí que se produzcan situaciones curiosas, que al menos debieran invitar a la reflexión. Por ejemplo, hoy exigimos un razonable complemento de hombres y mujeres para foros, paneles de TV y hasta para la Convención Constitucional, y sin embargo nuestras elites asumen que el matrimonio y la familia pueden prescindir en su origen de la unión de lo masculino y lo femenino. Y es que, para la sensibilidad dominante, la vida familiar no exige un “nosotros”, sino simplemente un “yo”. Por cierto, tanto una derecha como una izquierda fieles a sus raíces tendrían buenos motivos para oponerse a esta agenda. No es casual, sin embargo, que este sea el legado de Miguel Juan Sebastián Piñera Echeñique.