El subdirector del Instituto de Estudios para la Sociedad (IES) hace un llamado a los convencionales constituyentes electos: "la Convención necesitará de interlocutores que estén dispuestos a escucharse, a darse tiempo para hablar y disponibles para comprender el punto de vista desde el cual hablan los otros".
Los resultados de las votaciones del pasado fin de semana hacen difícil cualquier pronóstico acerca del modo en que se desarrollará la Convención Constitucional. Teniendo a la vista la fragmentación y una eventual falta de mayorías, cabe preguntarse cuál debe ser el espíritu con que nos sentaremos a deliberar. En ese sentido, es poco esperanzadora la declaración de Daniel Trujillo, de la Lista del Pueblo, quien afirmó que “con la derecha no estamos dispuestos a conversar” (afortunadamente, el convencional más votado de esa lista, Francisco Caamaño, ha mostrado una actitud radicalmente distinta). Necesitaremos, por el contrario, que la conversación sea lo más amplia y profunda posible, que todos los sectores se sientan construyendo un texto para todos los chilenos.
La tentación para parte de la izquierda, empero, está encima de la mesa: prescindir de cualquier acuerdo con un sector que, desde el estallido —y en parte por una pésima conducción política—, aparece debilitado en extremo. El riesgo de aislamiento se ve favorecido por la actitud que algunos quisieran ver en la derecha tradicional: atrincherarse en las tres comunas del rechazo y en la treintena de convencionales elegidos y reducir el diagnóstico a pura falta de valentía, en vez de salir a tender puentes y buscar en conjunto qué Chile se quiere proponer a las próximas generaciones. Aunque en estricto rigor no se necesite a la derecha para alcanzar la mayoría de los 2/3, si queremos un texto legitimado es necesario que se incluya en la deliberación a quienes salieron derrotados en las elecciones. De eso, a fin de cuentas, se trata la democracia.
Para que la Convención llegue a buen puerto, entonces, será necesario poner en práctica esa capacidad de conversar que no siempre se cotiza demasiado bien. Los últimos meses de la política nacional nos han tenido acostumbrados a una actitud vociferante y vulgar, donde predominan el grito y la ofensa para mantenerse en una pantalla que siempre está en busca de un nuevo escándalo. No cabe duda de que ahora habrá que asumir una actitud diferente.
Conversar implica darse tiempo para escuchar a quien está al frente nuestro. Está claro que no será tiempo de monólogos ni de prédicas estériles, donde son pocos o los mismos de siempre los que hablan —esto último será necesariamente así, pues la convención renovó en gran medida los rostros de la clase política—. En esa misma línea, también habrá que poner especial esfuerzo en escuchar atentamente al que piensa distinto o que se sitúa en otro domicilio político; si queremos que esta sea una Constitución de todos, y no solo de algunos, habrá que atender este detalle.
Conversar, en segundo lugar, implica empatizar. Hay quienes se han dejado llevar, al calor del triunfo, por un ánimo de revancha, como si los “30 años” no fueran sino una extensión disimulada de una dictadura que nunca terminó. Más que un afán refundacional, debe primar un ánimo de reconstrucción y reforma profunda (y no, por ejemplo, como ha sucedido con los sucesivos retiros de fondos de pensiones, en los que desmantelamos un sistema sin saber con qué lo vamos a reemplazar). Distintas encuestas han mostrado que una mayoría de los chilenos cree que el actual proceso tendrá consecuencias positivas para el país, así como que la nueva carta sea el resultado del diálogo y las negociaciones entre distintos grupos (Criteria-CChC). Por tanto, a pesar del profundo “reseteo” que ha significado la votación del fin de semana y de que haya quienes desean soluciones radicales, hay mayor disposición a encontrar acuerdos y a avanzar de modo más paulatino (“Tenemos que hablar de Chile”).
Conversar implica también reconocer que el otro puede estar en lo cierto y que el punto de vista propio puede complementarse con aquel que, desde una biografía y una experiencia distinta a la mía, observa algo que me complementa. Desde octubre del 2019 hemos visto un escenario político polarizado, con una enorme brecha entre las élites y la ciudadanía, y con unas estructuras sociales incapaces de dar cauce a las demandas de quienes se sienten abandonados y pasados a llevar. La lectura que se ha tenido de los acuerdos de la transición, por ejemplo, ha identificado cualquier acuerdo con una traición a los principios, condenando la búsqueda de mínimos comunes a una denostada “cocina”. No cabe duda de que hubo cosas que se podrían haber hecho distinto, ¿pero no podremos acercarnos a los otros —incluyendo a quienes nos precedieron— preguntando antes que condenando del todo?
Por último, por muy necesaria que pueda ser en muchos planos esta conversación, esta no puede ser eterna ni quedarse en abstracciones. El estallido y las sucesivas crisis política, sanitaria y económica obligan a buscar con premura un orden capaz de dar respuestas a las necesidades del Chile de hoy. En el plano constitucional deberá configurarse un Estado robusto, capaz de dar las soluciones que los ciudadanos esperan de él. Sin embargo, no todas las grietas de la sociedad chilena pasan por esa dimensión ni tenemos claro cuáles son los contornos de ese Estado. En ese sentido, habrá que promover de alguna manera que el diálogo sobrepase lo estrictamente constitucional, y que existan otras instancias donde se pongan en común las cosas que nos vinculan y que nos vuelven parte de algo mayor.
Como toda buena conversación, la Convención necesitará de interlocutores que estén dispuestos a escucharse, a darse tiempo para hablar y disponibles para comprender el punto de vista desde el cual hablan los otros. Sin atención mutua de los involucrados no tendremos acuerdos mínimos; sin acuerdos mínimos no tendremos los cuórums necesarios, y sin los cuórums no tendremos una nueva Constitución sobre la cual cimentar nuestro ordenamiento futuro.