Lo que está en tensión al interior de esta administración es un problema de definición: ¿se es o no una izquierda democrática, renovada, sin hálito a guerra fría, trajes verdes, muros o dictadores?
Luego que se planteó la idea de levantar una estatua al expresidente Sebastián Piñera en la Plaza de la Constitución, la senadora y presidenta del partido Socialista expresó su rechazo a la iniciativa argumentando que el exmandatario “no tiene la calidad moral de otros presidentes”. El estatuto ético de esta posición dialoga con la diferencia que —al inicio de este gobierno— manifestó el ministro Jackson como la característica principal de su coalición respecto de lo que fue la Concertación y expresa, implícitamente, la relación inseparable entre política y moral.
Hace unos días también nos enteramos de que las sospechas respecto del móvil político detrás del crimen del exteniente venezolano Ronald Ojeda ahora encuentran justificación en las evidencias que dio a conocer el fiscal a cargo de la investigación y que luego fueron confirmadas por el fiscal nacional. Estas apuntan, como es sabido, a que Diosdado Cabello habría ordenado y financiado el secuestro, tortura y asesinato de Ojeda en nuestro país.
El presidente Boric ha sido claro en afirmar que el gobierno de Venezuela es una dictadura que viola los derechos humanos y que cometió fraude en las elecciones pasadas. Su posición es clara y sobre ella no caben dobles interpretaciones. Pero sus categóricas afirmaciones abren una controversia medular en la dimensión de su consecuencia, pues el presidente es el líder del gobierno y, por ende, quien define sus líneas de opinión, principios y acción; sin embargo, en la coalición gobernante el presidente es aliado, convive y ha otorgado cargos de alta responsabilidad y protagonismo político al partido Comunista, que ha defendido dictaduras —antes y ahora— y se ha negado a reconocer el fraude de Maduro en Venezuela, menos aún lo considera un dictador y, además, ha negado los resultados que arroja la investigación de la fiscalía.
La diferencia entre Boric y el PC es un problema central y de carácter político. Chile ha sido atacado por un narco gobierno en su propio territorio —lo que ya es de suma gravedad— y sería lógico esperar un respaldo transversal de las fuerzas políticas, sobre todo de los partidos de la coalición gobernante. La falta de apoyo de sus aliados afecta el liderazgo del primer mandatario y abre alertas sobre la confianza hacia un partido que tiene acceso a información delicada en materias de seguridad a través de subsecretarías y de su participación en el comité político. La tradición democrática de apoyo al presidente de la República en política internacional también se debilita.
Lo más grave, empero, es la diferencia en torno a la defensa de la democracia y el respeto al Estado de Derecho. Cohabitar el palacio de gobierno con un partido que lo contradice en aquella bandera de lucha que ha definido y marcado biográficamente a la izquierda chilena en el último medio siglo, obliga a una definición de Boric y del resto de los partidos oficialistas. Lo que está en tensión al interior de esta administración es un problema de definición: ¿se es o no una izquierda democrática, renovada, sin hálito a guerra fría, trajes verdes, muros o dictadores?
Hasta ahora, el presidente ha evitado las preguntas de la prensa, por razones que se arrastran de las esquirlas que dejó el caso Monsalve. El partido Socialista, por su parte, ha endosado a Boric la responsabilidad de mantener al PC dentro del gobierno y ni siquiera ha puesto en duda la posibilidad de marginar a los comunistas de un futuro pacto electoral. Es decir, en la que debiera ser la posición más importante de un gobierno —su compromiso con la democracia— pueden convivir diferencias radicales e insalvables como si nada.
El hecho que un partido como el Socialista —con víctimas de violaciones a los derechos humanos— se permita una alianza con quienes hoy respaldan dictaduras que atropellan sistemáticamente esos derechos, supone un conflicto moral en su interior. Nada justifica la falta de carácter para enfrentar hoy a los adversarios de la democracia. Del mismo modo, resulta estéril cualquier crítica del presidente a Venezuela, por alto que eleve su tono, si el PC sigue contradiciendo al mandatario en esta materia tan sensible. Al final del día, cada uno es lo que hace y no lo que dice.
Por último, resulta bien cuestionable éticamente que los comunistas sigan aferrados a un gobierno que no los representa en sus posiciones emblemáticas —las afrentas del PC han sido muchas y constantes en esta administración— sólo porque, no tiene sentido ocultarlo, le tienen apego al poder, los cargos y las remuneraciones que reciben del Estado. Entonces el problema al que se enfrentan Boric y su coalición, parafraseando a la senadora Vodanovic, es de calidad moral.
Jorge Jaraquemada es director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán