El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán reflexiona sobre los primeros meses de gestión del presidente Gabriel Boric. "Ese patrón es la inconsistencia política del Gobierno y su falta de capacidad de sincerar y defender sus convicciones", sostiene.
Después del triunfo en las elecciones presidenciales de diciembre, Gabriel Boric se dedicó a cargar de símbolos cada una de sus apariciones en público. Cada vez que el joven presidente, entonces electo, intervenía en algún medio, las expectativas subían y no por casualidad. Claramente él y su equipo entendían la relación entre semiótica y aprobación. El ambiente que se respiraba en “La Moneda chica” tendía, quizás por lo mismo, a ser algo carnavalesco. Así, el verano se sobrecargó de escenas que había que descifrar y de la promesa de un “nuevo estilo” de hacer política. Lamentablemente, al poco andar las expectativas se han transformado en desaprobación y el nuevo estilo del gobierno aún no se nota. A menos que, sin darnos cuenta, se haya quedado en la fallida visita a Temucuicui.
Hoy el escenario es distinto. El presidente Boric y su gabinete vienen obteniendo cifras históricas de desaprobación desde hace varias semanas. El repunte que le significó al primer mandatario su discurso en la cuenta pública fue apenas un paréntesis que le sirvió por poco tiempo y que tampoco pudo distribuir entre sus ministros. Ya no hay mascota, ni cervezas, ni mayonesa que sirvan como conexión con la ciudadanía, porque lo que se está pidiendo son soluciones a los problemas que implican la inflación, la delincuencia y el terrorismo, así como la frustración que ha generado el deplorable trabajo de la izquierda que, desde el principio, hegemonizó la Convención Constitucional.
El punto es que no parece que sólo estemos ante un mal momento, pues los llamados “errores” del gobierno partieron apenas asumió. Ejemplos abundan. El primero tuvo lugar el mismo día que asumió, el 11 de marzo, con el agravio gratuito de Gabriel Boric al ex presidente Ricardo Lagos al omitirlo en su discurso, agravio que también se ha expresado desde la Convención Constitucional al decidir, la mesa que la preside, no invitarlo a la ceremonia de entrega del texto constitucional, así como tampoco invitaron a los expresidentes Frei, Bachelet y Piñera. La reunión que sostuvieron ambos (el actual y el ex mandatario) la semana pasada resulta casi una excusa oportunista de cara al apoyo que requiere el oficialismo para el plebiscito de septiembre.
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Después fue el prematuro y rotundo fracaso de la ministra Siches en La Araucanía, que marcó lo que –hasta ahora– ha sido un pésimo desempeño en un ministerio que es medular para cualquier administración. Claro, a esto hay que sumar el traspié que tuvo con Argentina por llamar Wallmapu a la macrozona sur (cuestión que le significó pedir disculpas al país vecino), su temeraria declaración de que en Chile había presos políticos (y que rápidamente debió contradecir el subsecretario Monsalve), su desparpajo al sazonar el episodio del avión con inmigrantes, su desconocimiento de los saqueos y la tardanza, en complicidad con el presidente, en declarar Estado de Emergencia en La Araucanía. Todo esto llevó a que comenzara a ser vergonzosamente “marcada” ante los medios por la ministra vocera Camila Vallejos.
La decisión de adelantar vacaciones de invierno –que evidentemente implicará seguir afectando el aprendizaje de niños que ya tienen problemas estructurales al respecto, producto de los cierres de colegios durante la pandemia– es una de las decisiones más controversiales de este gobierno. Pues, como sabemos, si bien desde que partió la pandemia hasta muy pocos meses atrás, el actual ministro de Educación se oponía a la apertura de los establecimientos educacionales, él mismo reconoció, al tiempo de asumir la cartera, que había sido un error su postura. Por eso, este nuevo cambio, no sólo es un giro político en 180 grados, sino además un lamentable retroceso en materia educacional.
Algo similar representa la –por todos lados– impertinente crítica que hizo el presidente Boric a Estados Unidos en plena Cumbre de Las Américas. Su rectificación pocos minutos después (y la respuesta del ex vicepresidente John Kerry) es lo que mejor representa la dimensión de lo que había dicho.
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Mención especial merece la decisión de instaurar el nuevo y fugaz cargo “Irina Karamanos”. Desde que se hizo público, La Moneda insistió en comunicar que había ocurrido un nuevo error administrativo. Sin embargo, en el transcurso del mismo día el mensaje cambió. Se había intentado innovar desde una perspectiva crípticamente feminista, cuestión que a estas alturas es evidente que no tuvo ni el convencimiento, ni el apoyo al interior del oficialismo, y menos aún fue debidamente defendido por sus autores, incluida la misma titular del cargo.
Finalmente, el pésimo manejo en el anuncio del cierre de la Fundición Ventanas, el cual no sólo generó un conflicto con los trabajadores, sino que además reveló penosas contradicciones entre el presidente y sus ministros, siguen el mismo patrón de todos los otros ejemplos esbozados. Ese patrón es la inconsistencia política del gobierno y su falta de capacidad de sincerar y defender sus convicciones. Dicho de otro modo, el gobierno, más que cometer errores, tiene un problema estructural, debe defender aquellas cosas que por años renegó, partiendo por sus permanentes sospechas respecto de quienes ejercían el poder del Estado.
Más allá de los esfuerzos por disminuir la gravedad de estas situaciones pretendiendo instalar la idea de que estamos ante meros errores de instalación, administrativos y/o comunicacionales, lo cierto es que el problema de La Moneda es más bien político. No es lo mismo cambiar de opinión que comportarse oportunista o acomodaticiamente (hacer gestos, luego desaires; apoyar una causa para luego reprocharla). Por eso, las críticas que han surgido desde la comunidad de analistas y periodistas, y que, en su mayoría, buscan soslayar la real dimensión del nudo en que está el gobierno, sólo empeoran las cosas. Pues hoy cualquier anestesia sólo retrasa más a una administración que día a día pierde tiempo ante una ciudadanía a la que se le generaron altas expectativas y que hoy se siente defraudada.