Columna de Guillermo Pérez: #ReferendumRevocatorioYa

Por Guillermo Pérez

15.09.2021 / 15:12

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"Es común escuchar en la discusión pública que el referéndum revocatorio permitiría fortalecer la democracia representativa. Sin embargo, puede ocurrir que este mecanismo termine más bien por paralizar la acción política: al correr el riesgo de ser destituidas, las autoridades son incentivadas a gobernar exclusivamente en función de esa amenaza", analiza el investigador IES.


No es ninguna novedad que la crisis social y política que atravesamos trajo consigo una demanda por mayor incidencia de la ciudadanía en la toma de decisiones públicas. Este anhelo pareciera traducirse, entre otras cosas, en un apoyo generalizado a la incorporación de mecanismos de democracia directa en el nuevo texto constitucional. Así, instrumentos de este tipo que hasta hace poco tiempo eran promovidos principalmente por la izquierda hoy son defendidos de manera transversal.

La semana pasada, por ejemplo, ciertos grupos de derecha comenzaron a pedir en redes sociales la destitución de Rodrigo Rojas Vade a través del hashtag #ReferendumRevocatorioYa, sumando otra voz a los múltiples intentos por incluir este mecanismo en nuestra legislación.

El apoyo más o menos transversal al referéndum revocatorio se explica en buena medida por la aparente inutilidad de las herramientas llamadas a resguardar la eficacia, la transparencia y la probidad de nuestras instituciones políticas. De hecho, sus defensores de lado y lado sostienen que consagrar este instrumento significaría dotar a la ciudadanía de una herramienta para expulsar del sistema político a quienes no hacen bien su trabajo. Sin embargo, antes de aceptar a priori estos argumentos es fundamental considerar sus consecuencias, que los defensores de la iniciativa se resisten a reconocer (el hashtag siempre vende más).

En otras latitudes, los referéndums revocatorios han tenido la paradójica evolución de convertirse en mecanismos funcionales a los intereses de las cúpulas partidistas y no de los ciudadanos. En países como Perú y Argentina, por ejemplo, este instrumento ha servido para que la oposición presione a autoridades electas, para resolver conflictos entre partidos, para que los perdedores de una elección busquen revertir el resultado intentando destituir a quien ganó de forma legítima, e, incluso, para que algunas autoridades en ejercicio ratifiquen su apoyo popular.

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La injerencia de los partidos políticos –o de otros grupos de interés– en los referéndums revocatorios parece ser inevitable, pues para activarlos se requiere de una maquinaria electoral muy bien aceitada, además de recursos con que los ciudadanos de a pie por lo general no cuentan. Así, una herramienta que supuestamente tiene por objeto darle más influencia a la ciudadanía en el actuar de sus representantes puede, sin embargo, terminar profundizando la actitud autorreferente y ensimismada de una clase política con enormes dificultades para lograr acuerdos en cualquier tema relevante. Esto se vuelve aún más complejo si consideramos que en contextos de polarización y fragmentación como el nuestro es bastante probable que el mecanismo quede a merced de las cúpulas partidarias.

En este sentido, cabe preguntarse también respecto del nivel de inestabilidad que podríamos alcanzar si repitiéramos el caso de países como Perú, donde más de 5.300 autoridades fueron sometidas a referéndum en 16 años, generando, entre otras cosas, serios problemas de gobernabilidad y una dinámica permanente de campaña que obstaculiza pensar en el largo plazo.

Por otro lado, se suele señalar que el referéndum revocatorio sirve para acabar con la corrupción. Sin embargo, no hay motivos para suponer que el sucesor de quien ha cesado en un cargo no haga lo mismo que aquellos que lo precedieron, pues las faltas a la probidad se generan por problemas institucionales que no dependen solo de una persona. Basta ver el caso de Viña del Mar, donde la destitución del exalcalde Rodrigo González en el año 2000 no impidió que las administraciones posteriores continuaran cometiendo actos reñidos con la transparencia y la probidad, ni tampoco que González resultase electo como diputado desde el 2001 hasta la fecha.

Algo similar muestra la situación de Pedro Velásquez: la suspensión en su cargo de alcalde el año 2006 y la condena por fraude al Fisco el 2007 no le impidieron convertirse en diputado un tiempo después. De hecho, ahora corre como candidato al Senado por Chile Podemos Más.

También es común escuchar en la discusión pública que el referéndum revocatorio permitiría fortalecer la democracia representativa. Sin embargo, puede ocurrir que este mecanismo termine más bien por paralizar la acción política: al correr el riesgo de ser destituidas, las autoridades son incentivadas a gobernar exclusivamente en función de esa amenaza. Esta dinámica las puede conducir tanto a evitar proyectos que contravengan las opiniones de los grupos más vociferantes como a hacer todo lo que esté a su alcance por cuidar su popularidad.

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De este modo, el representante arriesga convertirse en un esclavo de ánimos contingentes, lo que incentiva la inmediatez, la ambigüedad y la búsqueda de un aplauso fácil que no siempre va en beneficio de la mayoría de la población. Tal como ocurre con otras iniciativas como el voto voluntario, el referéndum revocatorio refuerza la visión de la política como un asunto puramente utilitario, donde el ciudadano actúa como un cliente que puede arrepentirse de su compra y devolver el producto cuando estime conveniente. Así, una propuesta que en principio pretende fortalecer el vínculo con los representantes, puede terminar imprimiendo la peor cara del mercado a una relación que tiene otra naturaleza, quitándole la dignidad a la función política y convirtiendo a quienes la ejercen en administradores sujetos a reglas que más parecen garantías del retail.

Por último, las tensiones que puede provocar el referéndum revocatorio en nuestro sistema político –y las enormes expectativas depositadas en él– nos exigen cautela y a no dar por resuelta la discusión sobre los mecanismos de democracia directa. Esto implica tener en consideración que no basta con trasplantar propuestas de un lugar a otro suponiendo que su éxito en otras latitudes –como Uruguay o Suiza– implica necesariamente un buen desempeño en nuestro país.  Chile tiene particularidades que obligan a un cuidadoso análisis de las alternativas que se promueven, sobre todo si en la actualidad el país experimenta una profunda crisis social y política.

Junto con esto, también es fundamental considerar el carácter limitado de los mecanismos de democracia directa, pues ellos no tienen la capacidad para resolver por sí solos los problemas que atraviesa la representación y su legitimidad. Dicho de otro modo, la tarea es encontrar los diseños institucionales adecuados para que los mecanismos de democracia directa contribuyan, dentro de sus límites y posibilidades, a fortalecer el vínculo entre representantes y representados. Ni más ni menos que eso.

La ciudadanía pide participar, pide influir, y son los políticos quienes deben sopesar las distintas alternativas para que eso sea posible. Tomarse en serio esta demanda, entonces, implica actuar con mesura y no cediendo a la tentación de rendirse fácilmente a mecanismos que, a pesar de su popularidad, pueden tener efectos muy distintos a los esperados. La tarea es difícil y la discusión está recién comenzando, aunque muchos quieran darla por zanjada.