“Chile no comenzó a odiarse de un día para otro. Es cosa de leer a los actores de la época para darse cuenta de que la ideología de la UP sembró odio en las diferentes capas sociales de nuestro país. El odio es necesario en una revolución. Hay un amplio espectro de referencias sobre la profunda crisis, previa al 11, que llevó al desplome nuestra democracia y una amplia literatura que contradice la versión oficial de La Moneda”, dijo el director ejecutivo de Fundación Jaime Guzmán.
Se le hizo cuesta arriba a este gobierno conmemorar cinco décadas de una fecha tan controversial como el 11 de septiembre de 1973, por lo que significó para el país, para los diferentes sectores en pugna en esa época y, en general, para todos quienes les tocó vivirlo. Tan difícil se le hizo que fracasó en la tarea, incluso mucho antes de acercarse a la fecha, como lo evidencia la renuncia de Patricio Fernández a la coordinación de la agenda de conmemoración del Gobierno. La razón de su fracaso está en la imposibilidad de reconocer que existen diferentes perspectivas sobre el 11 de septiembre y que una reflexión sobre lo que sucedió siempre estará trunca si evita considerar el colapso de la democracia durante el gobierno de la Unidad Popular. Pero constatar esta realidad es, para quienes nos gobiernan, imposible.
Imponer una historia oficial -negándose a considerar esas diferentes interpretaciones y obviando las causas del colapso- no es sano para nuestra convivencia democrática, porque no permite una comprensión amplia de lo que realmente ocurrió y de por qué es tan complejo ponernos de acuerdo cinco décadas después. La izquierda ha sostenido, hasta ahora, la premisa de que un golpe de Estado no se justifica nunca. Esto implica transportar forzadamente el 11 de septiembre de 1973 a un plano abstracto, separándolo de su contexto histórico y de la realidad política y social que lo precedió. La mirada de la izquierda solo ocupa un lente teórico.
Lo que resulta insoslayable es dilucidar si la intervención militar fue o no evitable como acontecimiento sociopolítico, en virtud de los antecedentes y los hechos que entonces se conocían. Y sostener su inevitabilidad nada tiene que ver con justificar atrocidades cometidas con posterioridad. Las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el gobierno militar son incuestionables y absolutamente deleznables. Sobre ellas hay consenso.
Pero la izquierda se niega a eso, pues supone una vuelta al pasado: a las situaciones, ambientes, señales, símbolos, ideologías y hegemonías que precedieron el desenlace de ese día. Y esto podría opacar el mito que han construido en torno a la figura de Salvador Allende. Además, no les sería fácil eludir las responsabilidades políticas de los líderes e ideólogos de la UP.
Chile no comenzó a odiarse de un día para otro. Es cosa de leer a los actores de la época para darse cuenta de que la ideología de la UP sembró odio en las diferentes capas sociales de nuestro país. El odio es necesario en una revolución. Hay un amplio espectro de referencias sobre la profunda crisis, previa al 11, que llevó al desplome nuestra democracia y una amplia literatura que contradice la versión oficial de La Moneda.
Solo a modo ejemplar, destaquemos parte del discurso del entonces senador y presidente de la DC, Patricio Aylwin, pronunciado ante el Senado el 11 de julio de 1973. Decía Aylwin: “En nombre de la lucha de clases, convertida en dogma y motor únicos de toda acción política y social, se ha envenenado a los chilenos por el odio y desencadenado toda clase de violencias (…). No seríamos francos si silenciáramos el hecho, que todos aquí sabemos, de que la mayoría de nuestros compatriotas ha perdido la fe en la solución democrática para la crisis que vive Chile. Sea porque la experiencia vivida estos años exhibe numerosas circunstancias en que la juridicidad institucional ha sido sobrepasada, las libertades atropelladas y la legalidad ha aparecido ineficaz; sea porque la palabra “democracia” misma tiene significaciones distintas para unos y para otros (…). No ignoramos la gravedad del peligro totalitario en que el oficialismo ha colocado a Chile y estamos dispuestos a enfrentarlo, sea como fuere”.
No es fácil dejar de lado las propias subjetividades para abrirse a la evidencia con un ánimo genuino de aportar a la reconciliación, pero esa debiera ser la principal preocupación y desafío de un gobierno maduro. Esta apertura consiste en reflexionar sobre las características y alcances de la crisis política, económica y social de la época, el horizonte al cual nos conducía la UP y el rol del presidente Allende, en tanto líder de la coalición que fue primera y principal responsable del colapso de la democracia. Y, además, debería poner sobre la mesa antecedentes concretos -si es que los hay- de que en ese momento existía alguna alternativa de solución política plausible que hubiera evitado el desenlace militar del 11 de septiembre.
Pero es difícil que este gobierno proceda así. De partida le falta la madurez requerida, pero adicionalmente está empecinado en transmitir que no existe otra visión que la suya. Esta generación también ha perdido la oportunidad de hacer lo que es parte esencial de la actividad política: debatir entre posiciones distintas. Y es curioso que sus mayores -que por tanto tiempo abogaron por el valor de la memoria- hoy se les sumen y también pretendan empujarnos a olvidar una parte de la historia.