El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán reflexiona sobre el inicio del nuevo proceso constituyente y el escenario político del país. "La crisis por la que atravesamos importa en su seno la ausencia de límites. Lamentablemente, es el precio a pagar por habernos vuelto tan dóciles ante retóricas que, precisamente porque escondían su desprecio por la democracia, nunca debimos aceptar", asegura.
Un acuerdo político supone una alianza en virtud de un horizonte común que se persigue y que, sin dicha unión, aquel objetivo no podría alcanzarse. Pero, a la vez, supone que las partes que lo suscriben no sólo respetarán lo acordado y honrarán su palabra, sino además y antes que todo, entienden lo mismo respecto del contenido pactado. Quién no está de acuerdo simplemente no compromete su palabra ni su voluntad. Por el contrario, lo mínimo que se espera de todos quienes han participado es que mantengan el espíritu de lo acordado y lo impulsen o, lo que es igual, resalten el valor de haber consensuado una ruta política aun cuando hay otras diferencias.
La llamada “democracia de los acuerdos” contenía estos elementos descritos. El país progresó y tuvimos estabilidad, cuestión que nos valió el reconocimiento internacional al punto de ser considerados un país referente por su transición política. El Estado se fue modernizando, volvimos a insertarnos en el mundo con variados tratados comerciales con diferentes países y logramos reducir considerablemente la pobreza. Las dificultades de nuestra democracia no estuvieron dadas porque los acuerdos -tan denostados por la nueva elite que hoy nos gobierna-no fuesen una buena estrategia, sino porque probablemente hubo materias que avanzaron más lento de lo necesario, otras quizás no lograron acuerdos o bien el contenido de alguno pudo ser erróneo.
No siempre se puede llegar a acuerdos. ¡Claro está! De hecho, la democracia supone precisamente convivir en la diferencia, reconociendo la legitimidad de la mayoría que triunfa y respetando la dignidad de quienes pierden. Pero distinto es optar decididamente por el camino de la confrontación, aquel que entiende la política como un campo de disputas donde las posibilidades de cambios -o de superar los límites del orden social- dependen de la proliferación de los antagonismos y, por lo mismo, son comprendidos como un ejercicio político conveniente. Sin embargo, en esta sustitución de los acuerdos por la pura conflictividad no nos ha ido bien. Tanto así que parte de la misma izquierda que apostó a la ruleta rusa con nuestro estado de derecho ahora impetra acuerdos en materia de seguridad y pide ayuda para revalidar la legitimidad de la fuerza policial.
Hoy, a dos años del acuerdo del 15 de noviembre, los partidos políticos con representación parlamentaria han suscrito un nuevo mecanismo para avanzar en la discusión constitucional. Esta vez no hay fuego en las calles y en La Moneda gobierna una izquierda que se quedó sin programa a los seis meses de haber asumido. Y si bien el resultado del plebiscito de salida puso freno al delirio refundacional, no estamos eximidos de riesgos. Seguimos inmersos en un clima de discordia política. Y así como cada vez se hace más difícil pensar en un futuro común cuando miramos el mismo el país, los pactos a ratos parecen significar también solo aquello que a un grupo le conviene.
Es así que, después de que se lograra un valioso acuerdo para dar inicio a un nuevo proceso constitucional que abarca desde Chile Vamos hasta el Frente Amplio y el Partido Comunista, algunos de los firmantes de izquierda han manifestado, de diferentes modos, ciertas diferencias con el contenido de lo que acaban de pactar. El problema de esto, sin embargo, es más profundo, porque al cuestionar el núcleo de lo que se suscribió para intentar modificarlo en otra instancia lo que acaba por mutar es el término “acuerdo”.
Qué mejor ejemplo que el del 15 de noviembre de 2019. Chile Vamos y el gobierno buscaban una salida a la crisis, mientras, la mayor parte de la izquierda, una vez firmado el pacto, volvió a su trinchera y dejó caer una lluvia de acusaciones constitucionales, hizo vista gorda con la brutal violencia callejera y cometió cuanto “sacrilegio” pudo a la Constitución actual. El proceso se radicalizó y se estrelló trágicamente -por suerte- con el plebiscito de salida. La experiencia fue tan traumática que, precisamente por eso, este nuevo acuerdo ha requerido cambiar el nombre de la institución redactora, incluir bases, bordes, expertos, comité técnico de admisibilidad, a la vez que acotar tiempo y número de integrantes. Octubre cambió la forma de hacer política en Chile, incluidos los acuerdos. Antes se entendían como plataformas de estabilidad para nuestra democracia. Hoy, necesitamos blindarlos y reafirmar lo comprometido periódicamente.
Entramos hace algunos años en una espiral de desencuentros políticos que nos llevó a contar cada vez con menos nociones comunes. La culpa no es entonces sólo de nuestro sistema político, sino también -y sobre todo- de nuestra cultura política. Nos fuimos acostumbrando a estirar el elástico de lo que comprendíamos por democracia, libertad de expresión, nación, estado de derecho, violencia, terrorismo y así un largo etcétera.
Así como el significado de una palabra puede interpretarse, los contenidos de los acuerdos también. Y en eso están algunos sectores de izquierda, jugando a reinterpretar los contenidos de aquello que supuestamente se daba por entendido. La crisis por la que atravesamos importa en su seno la ausencia de límites. Lamentablemente, es el precio a pagar por habernos vuelto tan dóciles ante retóricas que, precisamente porque escondían su desprecio por la democracia, nunca debimos aceptar.