El director ejecutivo de Fundación Jaime Guzmán señaló que "ni las normas transitorias ni la comisión de armonización cambiarán el espíritu refundacional ni tampoco el maximalismo y los horizontes ideológicos que ya persigue con abierta complacencia el contenido del borrador de nueva Constitución". Asimismo, agregó: "La esperanza –hoy más que nunca– es frágil y, por ende, poco hay que esperar de ella".
“El borrador es lo que es y no hay más temas de fondo que puedan incorporarse en la discusión”, señaló Gaspar Domínguez, vicepresidente de la Convención Constitucional la semana pasada desde Antofagasta. Es decir, lo que pueda cambiarse del borrador presentado hace unos días podrá referirse, como también señaló el vicepresidente, sólo a “alternativas para superar eventuales contradicciones”. En el vacío quedan entonces las ingenuas o mañosas declaraciones de algunos constituyentes sobre modificar o enmendar disposiciones ya aprobadas por la vía de la armonización o de las normas transitorias.
En suma, la propuesta de nueva Constitución ya está definida y, a juicio nuestro, presenta riesgos graves para nuestra democracia, toda vez que contraviene principios medulares que debieran inspirar a toda carta magna, como son la igualdad ante la ley, la propiedad, la libertad, la vida. Veamos.
La opción de ser un país plurinacional no representa solamente el reconocimiento de diferentes culturas dentro de un mismo país, sino que también nos encamina por un derrotero de división entre quienes integramos el territorio (pluri) nacional, lesionando así el principio de igualdad ante la ley. De hecho, reconoce diferentes identidades que alejan un elemento fundamental de toda comunidad política, a saber, lo que nos es común.
La autonomía territorial, política, administrativa y financiera que promete el nuevo texto para los pueblos indígenas es un claro ejemplo de la fragmentación en la que podríamos entrar en caso de que triunfe la opción “apruebo” en septiembre. Pero la cuestionada lírica plurinacional no solo importa autonomía y fragmentación de lo común, sino que además tiene la potencia de agudizar la conflictividad y el enfrentamiento entre chilenos, o entre chilenos e indígenas si se asume la polaridad que se pretende instalar.
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Detrás del derecho a restitución de “sus” tierras y “sus” recursos naturales, del pluralismo jurídico, así como también de los escaños reservados que se aseguran en todas las instituciones del Estado, se evidencia un sesgo indigenista que, en la medida que quiebra la igualdad ante la ley, la protección de la propiedad y abre la puerta a la arbitrariedad para hacer valer los beneficios de algunos (los nuevos “privilegiados”), nos encamina hacia un futuro distópico. Un eventual “pluriChile” no será otra cosa que la extensión, en clave contemporánea, de la profunda grieta social que dejó la reforma agraria.
Existe también un riesgo severo en la protección de la propiedad, cual es la incertidumbre que abrió la negativa de explicitar que, ante una eventual expropiación, el Estado compensará el daño patrimonial efectivamente causado, es decir, que se pagará el precio de mercado a quien sea expropiado. La amplia controversia que se generó en torno a este tema podría haberse evitado manteniendo una norma similar a la actual. La pregunta que surge entonces es por qué las mayorías que controlan la Convención Constitucional se negaron decididamente a hacerlo si es que el espíritu transversal era precisamente no perjudicar a las personas ni a potenciales inversionistas.
El borrador también tiene serios riesgos nada menos que en materia de libertades. En virtud de la economía argumental que obliga a todo columnista, mencionaremos sólo algunos. Entre ellos, la exclusiva titularidad que tendrán los sindicatos en las negociaciones colectivas, con lo cual se marginará a todos aquellos trabajadores que no estén suscritos a un sindicato. Es decir, se reconoce la libertad sindical, asociarse o no a un sindicato, pero si no lo hace no puede negociar colectivamente, es decir, esa libertad se diluye fuertemente. Las restricciones a la libertad de elección en materia de seguridad social y salud son aún más graves.
Así como los ahorros de los trabajadores en el futuro sistema de pensiones ya no serán heredables, lo que desde ya pone una interrogante sobre si efectivamente habrá propiedad respecto de esos fondos, tampoco las personas podrán elegir qué institución pública o privada los administrará. Menos aún podrán elegir entre un sistema público o privado de salud.
Decisiones más que suficientes para adelantar por dónde vendrán las nuevas ebulliciones de nuestras capas medias. Detrás de cada una de estas muestras de estatismo autoritario que nos ofrece nuestro elenco convencional se encuentra una ideología que no sólo desprecia al mundo privado, sino que desconfía que las personas tengan suficiente capacidad para decidir por sí mismas y para la cual la justicia y la racionalidad reposan únicamente en el Estado. Todo ello a costa de la libertad de las personas.
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La libertad en materia de educación también representa un riesgo para las familias y sus diferentes proyectos educativos. El sistema nacional de educación que propone el borrador establece un andamiaje de principios y normas a los cuales deberán ceñirse todos los proyectos educativos y deja en un limbo a los proyectos que busquen seleccionar o promover determinadas cosmovisiones. La decisión de que el Estado se obligue a apoyar financieramente exclusivamente a la educación pública atenta contra la autonomía que merecen las familias y los colegios no estatales, y además es un giro ideológico grotesco que reniega de la naturaleza social que justifica la existencia de los cuerpos intermedios, así como también de su capacidad para generar bienes públicos.
Como si fuera poco, el aborto sin restricciones de tiempo ni causas lesiona el derecho más elemental que debiera proteger cualquier carta magna, como es el derecho a la vida. Toda la impronta de responsabilidad ética que trató de cubrir el largo debate que se dio en las diferentes plataformas públicas de nuestro país para relativizar –excepcionalmente– bajo tres causales puntuales el valor de la vida de un individuo de nuestra misma especie que aún no nace, se anuló de un plumazo después de esta arbitrariedad que se otorgaron los convencionales de la “dignidad”.
Ni las normas transitorias ni la comisión de armonización cambiarán el espíritu refundacional ni tampoco el maximalismo y los horizontes ideológicos que ya persigue con abierta complacencia el contenido del borrador de nueva Constitución. Por eso mismo resulta bastante curioso que el trabajo que se está desarrollando para armonizar la pléyade de disposiciones aprobadas por las distintas comisiones sea esgrimida por algunos como la última esperanza de alumbrar un texto constitucional razonable. La esperanza –hoy más que nunca– es frágil y, por ende, poco hay que esperar de ella.