El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán planteó en su columna una reflexión desde su perspectiva sobre el escenario actual tras el denominado estallido social de octubre de 2019.
En unos días se cumplirán cinco años del “estallido social”. Los esfuerzos por definir qué ocurrió aquel viernes se tomarán los análisis en los medios de comunicación porque, hasta aquí, solo hay múltiples exégesis abiertas. La justicia no ha dilucidado cómo decenas de estaciones del Metro se quemaron simultáneamente y con el mismo modus operandi, la política no termina de consensuar las causas que estallaron aquella tarde de viernes, escasea la autocrítica ante el fracaso del ciclo constituyente y tampoco se ha reflexionado sobre la violencia que incubó el país y que tuvo el apoyo de parte de la clase política. Lo único claro es que no hay acuerdo sobre lo sucedido y, por lo mismo, vale la pena revisar el derrotero que nos tiene en esta situación.
Aunque la insinuación de que fue un estallido “preparado” rápidamente fue denostada, lo cierto es que en nuestro país se venía fraguando un intento sistemático por instalar un discurso que provocara un cambio de modelo político y económico. Las formas de expresar los malestares y agudizar la conflictividad mutaban en función de ese discurso. Ya en el año 2006 la revolución pingüina fue un hito en una serie de movimientos que tenían, conscientes o no, una agenda política común: empujar cambios estructurales a un sistema político y económico que, según ellos, permitía a los más poderosos abusar de un país entero y mantener la desigualdad.
Paulatinamente, observamos como diversos movimientos sociales —asociados a una nueva élite política— alcanzaron protagonismo cuestionando a los partidos de la transición. Presenciamos como adquirían relevancia los movimientos “Patagonia sin represas”, “No más AFP” o los grupos feministas, mientras el sistema político no era capaz de canalizar las demandas sociales ni asimilar fenómenos para los que no tenía respuestas. Los movimientos sociales no buscaban dialogar sino hostigar, instalar la idea de agotamiento total de nuestra convivencia utilizando como medio la violencia. Así ocurría en las calles, en las universidades y en los liceos emblemáticos, mientras el sistema político se polarizaba.
La clase política perdió fuerza porque los partidos de centroizquierda, una vez que perdieron el poder en 2010, iniciaron un proceso de autoflagelación que tuvo efectos en todo el espectro político. Se cuestionó nada menos que la obra y el relato de la democracia de los acuerdos. Esto también impactó a una centroderecha que, cuando comenzó a gobernar, enfrentó una oposición que súbitamente se volvió amnésica y giró su proyecto político hacia la izquierda, abandonando el centro y abriendo una grieta en el proyecto país.
Así llegamos al reventón del 18 de octubre y por eso la salida institucional que se le dio, el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución, también fracasó. Inmediatamente después de su firma, todos volvieron a sus trincheras y las agresiones y polarización abundaron en el ambiente político.
En el primer proceso constitucional, la izquierda que hoy gobierna mostró su proyecto más genuino, así como su negación a reconocer que ese proyecto fracasó —el mismo día que la ciudadanía lo rechazó vehemente en las urnas— constata que no lo abandonarán. El rechazo del segundo proceso da cuenta de lo mismo: la izquierda no aceptará otro proyecto que no sea el suyo. Para ella no pueden convivir el Estado Social de Derecho con la subsidiariedad.
Luego de cinco años —y ahora con la izquierda que avaló la anomia y el llamado “octubrismo” instalada en el gobierno— nuestro país enfrenta más pobreza, delincuencia, cesantía, bajísima inversión y un paupérrimo crecimiento económico. Mientras tanto, el gobierno se esfuerza por mantener al país sumido en la contingencia con relatos que agudizan la tensión entre ciudadanía y élites. Y si bien hay razones que alimentan esa tensión, se extraña una mirada que tenga como horizonte sacarnos del ambiente tóxico en que estamos hace años.
Aún hay diagnósticos irreconciliables respecto de lo que ocurrió en octubre de 2019 y lamentablemente no habrá pronta reconciliación por dos razones: porque hay dos proyectos país que nadie quiere transar y porque —al igual como ocurre cada septiembre hace más 50 años— cada octubre hace 5 años la izquierda se niega a discutir cómo su relación con la violencia política ha sido un factor de crisis.