El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán evalúa la situación actual del país en materia de seguridad y cómo el Ejecutivo se ha desempeñado en la materia: "Ya resulta evidente que la conducción del Gobierno ha sido muy deficiente. No ha sido capaz de proveer seguridad a la población".
Chile hoy es un país completamente diferente al que era hasta octubre de 2019. Si entonces las principales demandas apuntaban a mejorar la educación, la salud y las pensiones, actualmente han sido desplazadas por la necesidad de restaurar la seguridad y el orden público. El país se ha visto afectado por una grave crisis caracterizada principalmente porque la comisión de delitos violentos ha aumentado rápidamente, por el expandido uso de armas de grueso calibre por los delincuentes en contra de las policías y porque se han avecindado en el país bandas internacionales, mayormente asociadas al narcotráfico, que han instalado en la cotidianeidad delitos que antes no eran de común ocurrencia, como el secuestro y el sicariato, particularmente en la zona norte. A esto se suma un conflicto de larga data, como el de la Macrozona Sur, donde se confunden las reivindicaciones violentas de comunidades indígenas con el amparo del robo de madera y el narcotráfico. Y, en una dimensión más acotada, la captura de conocidos liceos emblemáticos por grupos violentos que realizan constantes tomas y actos vandálicos en estos colegios y en el espacio público adyacente. Conflictos para los cuales el Estado parece no tener respuesta ni estrategias de contención.
Frente a esta situación, ya resulta evidente que la conducción del Gobierno ha sido muy deficiente. No ha sido capaz de proveer seguridad a la población. No se puede dejar de recordar que el Gobierno debutó en esta materia con el bochornoso intento de la entonces ministra del Interior de visitar la comunidad indígena de Temucuicui, donde fue recibida con balazos. Ese intento de diálogo con las comunidades mapuches en armas fue inmediatamente rechazado por uno de los principales actores violentos de la zona, la Coordinadora Arauco Malleco, que reafirmó que su camino político es la lucha armada. También fue parte de la estrategia inaugural de orden público la decisión de retirar las 139 querellas por Ley de Seguridad Interior del Estado que el Gobierno previo había presentado en el marco del conflicto mapuche y de los graves disturbios ocurridos en el momento insurreccional que se inició en octubre de 2019.
De ahí en más la estrategia del Gobierno para enfrentar la violencia delictual o terrorista ha ido de tumbo en tumbo o ha sido inexistente en la práctica. Tal vez por inexperiencia, por falta de rigurosidad o por exceso de ideología. Y esta última opción no debiera extrañar si se tiene en mente la posición frente a la violencia de quien ejerce la primera magistratura. En efecto, si bien Boric suele adolecer de constantes cambios de opinión en torno a diversas materias, su posición frente a la violencia parece no haberse modificado sustancialmente, a pesar de que a ratos pueda zigzaguear discursivamente. Sólo a modo ejemplar, recordemos que el año 2018, cuando era diputado, reivindicó al Frente Autónomo y al Frente “Patriótico” Manuel Rodríguez en el frontis del Congreso y luego, junto a la diputada Maite Orsini, se reunió en Francia con Ricardo Palma Salamanca, uno de los autores materiales del asesinato de Jaime Guzmán, a quien luego el Estado francés le otorgó asilo. Y, hace solo cinco meses, a fines de diciembre de 2022 —luego de haber convocado a la unidad nacional para enfrentar la delincuencia— anunció el indulto de un grupo de condenados por graves delitos, entre ellos, un ex frentista.
Una de las aristas más complejas para diseñar una estrategia eficaz para abordar la inseguridad pública es la falta de credibilidad del Gobierno en esta materia. Ello se deduce del comportamiento y de los dichos del actual presidente de la República, pero también de la relación que las autoridades gubernamentales han tenido, desde sus orígenes como movimiento estudiantil, con las policías y particularmente con Carabineros. Desde el Gobierno se las mira con sospecha y desconfianza. Para simplificarlo, quienes gobiernan ven en las policías a quienes los reprimían en sus años de dirigentes estudiantiles. Esa tensión se ha notado en la falta de respaldo del Gobierno al accionar policial y también en la conducta de los policías —como personas concretas— que deben enfrentarse a la violencia delictual o terrorista: la falta de respaldo incentiva la inacción.
Esto ha tenido consecuencias graves en vidas humanas y en la pérdida de respeto hacia la autoridad policial. Desde que comenzó el Gobierno diez carabineros han fallecido a manos de delincuentes. Los más recientes asesinatos conmovieron al país y la presión política y social llevó a que, tras vencer una obtusa resistencia del Gobierno, se aprobara la Ley Naín-Retamal —llamada así en honor a dos de los carabineros asesinados— que establece una presunción de legítima defensa en favor de los policías al reprimir la delincuencia. Posteriormente, en medio de las turbulencias electorales y cuando ya era evidente en cualquier estudio de opinión pública que la ciudadanía estaba dispuesta a lo que fuera para recuperar su tranquilidad cotidiana, el Gobierno decidió sumarse a los esfuerzos implementando el plan “calle sin violencias” en comunas seleccionadas y acordando con la oposición impulsar legislativamente más de treinta proyectos de ley sobre el tema, la mayoría de los cuales ya habían sido presentados por parlamentarios de oposición, pero no habían recibido urgencia para su tramitación. Por estos días esta agenda exhibe magros avances legislativos.
Aún es un enigma si el incipiente giro en el comportamiento del Gobierno en materia de seguridad se debe a que el peso de la realidad —primera preocupación ciudadana en las encuestas y categórica derrota electoral el 7 de mayo— acabó por vencer su resistencia ideológica o se debe simplemente a un repliegue táctico, esencialmente de oportunidad, que le permita salir del atolladero en que actualmente se encuentra. Si es lo primero, el Gobierno habrá renunciado a sus convicciones más tribales. Si es lo segundo, una vez que supere este momento aciago, persistirá en su ideal originario, pero para entonces probablemente se le habrá acabado el tiempo de gobernar. Lo llamativo, en todo caso, será que el impulso más básico de todos: la supervivencia humana, expresada en la demanda de seguridad y tranquilidad, habrá terminado enviando al tacho la compleja trama de agendas identitarias de toda índole que en su momento insufló el espíritu de esta “nueva” izquierda que llegaba para gobernar y “cambiarlo todo”.