En la antesala de una nueva Cuenta Pública, el director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán sugiere que el gobierno del Presidente Boric debería "enfocarse en administrar su derrota".
La Cuenta Pública suele concentrar la atención de los medios porque es ocasión propicia para anunciar los compromisos y énfasis de cada gobierno. Pero, además, porque es posible evaluar la relación entre lo prometido y lo cumplido en el respectivo período. A mediados de un mandato lo sensato sería mostrar la coherencia entre los anuncios realizados en cuentas anteriores y lo que se ha concretado a la fecha, así como aquello que se pretende reforzar. Sin embargo, a pesar de las expectativas que algunos aún guarden en torno a los contenidos del discurso que emitirá este sábado el presidente Boric en su tercera Cuenta Pública, es legítimo adelantar que, en virtud del diseño político tejido por el propio mandatario y su coalición, bien haría el Gobierno en renunciar a esas pretensiones —si es que las tiene— y enfocarse en administrar su derrota. Argumentos abundan.
En los albores del Gobierno, el entonces ministro Jackson explicitaba que para poder avanzar en las reformas era una condición necesaria aprobar el proyecto de la Convención Constitucional, que luego fue defenestrado por votación popular. Sus palabras fueron respaldadas por Boric. La contundencia del resultado plebiscitario de aquel 4 de septiembre de 2022 marcó el prematuro término de las aspiraciones refundacionales del oficialismo. Tan claro fue el fracaso que, a solo días de ese plebiscito, el presidente realizó su primer cambio de gabinete para incorporar —como ha sido la tónica desde entonces— a los mismos políticos a quienes su generación despreciaba y trató de reemplazar desde su época universitaria. El desdén que sentían por ellos los llevó a enrostrarles una supuesta superioridad moral. Y luego de la segunda derrota electoral sufrida por la izquierda gobernante —en la elección de consejeros para el segundo proceso constitucional— su resignación los empujó a validar la Constitución que por décadas trataron de eliminar porque la consideraban, ¡vaya paradoja!, ilegítima.
En la misma línea prometieron cambios sustanciales al modo de tratar históricamente el conflicto en La Araucanía. Esos cambios se iniciaron con un fugaz debut y despedida de la temeraria ministra Izkia Siches quien debió poner pies en polvorosa para huir de los balazos que la recibieron en su única visita a esa zona. De ahí en adelante, los estados de excepción —de los que tanto renegaron y que mezquinaron con sus votos al gobierno anterior— han sido, como lo ha señalado la ministra Vallejo, una herramienta que ha permitido bajar los índices de violencia en el sur. Algo similar ha ocurrido en el norte del país, donde la migración desatada e irregular ha abierto flancos de delincuencia desenfrenada. Desde la posición inicial del gobierno de apoyar la migración “sin papeles”, como en su momento señaló Boric, hasta endurecer el discurso para ofrecer fronteras más seguras y anunciar expulsiones.
Al mirar el derrotero de las reformas emblemáticas que ha impulsado La Moneda tampoco se observa un futuro auspicioso. El llamado pacto fiscal, al menos hasta ahora, poco tiene de pacto. Las diferentes bancadas que se declaran de oposición han dejado en claro que no están disponibles para apoyar con sus votos un alza de impuestos a los chilenos. En materia de salud tampoco han podido avanzar en su proclamada intención primigenia que era terminar con las Isapres. Pues bien, eso no ocurrirá durante este mandato. Por el contrario, en una decisión curiosamente sensata, el Gobierno optó por evitar el colapso del sistema sanitario y aprobó, después de muchas dilaciones, una ley corta que, al menos, permite la sobrevivencia de esas instituciones de salud privada. En la reforma de pensiones ha sido perseverante en su mirada ideológica. No ha recogido las preferencias que la ciudadanía ha expresado de manera contundente en todas las encuestas. Su rigidez le ha impedido —y nada hace pensar que en adelante será distinto— lograr un acuerdo razonable en el Congreso. ¡Para qué decir acoger la propuesta del senador Macaya de aumentar la cotización en un 3% a cuentas individuales y dejar el resto para más adelante!
El corolario del fracaso de la coalición gobernante está, sin embargo, en aquel tópico que los constituyó como fuerza política: la educación. A dos años de gobierno y a un mes de concluir el primer semestre todavía hay escolares sin matrícula, graves problemas de convivencia escolar y ha tenido que suspenderse el traspaso de la administración educacional a los Servicios Locales de Educación Pública, epítomes de la ideológica reforma concebida en el segundo mandato de la presidenta Bachelet.
Con todo, al menos tres síntomas de fracaso anticipado provienen de la mismísima casa de gobierno. Primero, el retroceso en la condonación del CAE, promesa principal de campaña. Las tensiones internas y el giro discursivo de las ministras Vallejo y Tohá así lo constatan. Segundo, lanzar un comercial televisivo para atraer apoyo ciudadano a su reforma de pensiones, sin considerar la reacción que generaría en la oposición y que efectivamente generó, fue una suerte de autosabotaje. Finalmente, el sibilino término “antigabrielista”, recién acuñado por un diputado —además de disputar la paranoia que distingue a un alcalde que suele acusar a cualquiera que lo contradice de perseguirlo— solo puede entenderse como “un parche antes de la herida”, una forma de adelantarse y ocultar el propio fracaso para no asumir la responsabilidad por errores propios de imberbes, por testarudez ideológica o simple ineptitud. Así las cosas, ¿acaso cuenta esta Cuenta?