El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán ve con preocupación cómo la democracia chilena ha extraviado el principio de autoridad y ha visto debilitado su andamiaje institucional tras el triunfo de las ideas de izquierda en las pasadas elecciones. Asimismo, critica a la centro derecha y su apoyo -o al menos condescendencia- a algunas de estas ideas.
Las elecciones celebradas el 15 y 16 de mayo pasado dejan espacio para variados análisis en cada uno de los resultados conocidos, ya sea a nivel municipal, de gobernaciones y constituyentes. Si bien en el caso de alcaldes y concejales la tendencia estuvo en ratificar fuerzas políticas –que a estas alturas podríamos llamar– tradicionales, aún así se ha remecido la capa tectónica sobre la cual se había venido sosteniendo y desarrollando nuestra actividad política durante las últimas tres décadas.
Es necesario considerar, para efectos de cualquier examen, que estos comicios se desarrollaron en el marco de una crisis sociopolítica (que estalló en octubre de 2019) y de una crisis sanitaria y económica (pandemia del coronavirus). La primera, evidencia la total ausencia de concordia política y, así también, muestra una altísima inestabilidad social que ha anulado las pautas políticas modernas para dar paso a un momento en que las formas importan poco en relación con los medios. La era de la posverdad implica un sujeto principalmente emocional que adhiere y se manifiesta en favor de movimientos por determinadas causas y que, en estado de cólera, también lo hace a través de reacciones violentas contra monumentos históricos, símbolos nacionales, credos religiosos, etc. Es decir, todo lo que signifique algún apego a tradiciones, autoridad o simplemente al “sistema” que, según dicen, los oprime. La segunda crisis, al menos en nuestro país, no puede desligarse de la primera, en tanto la diseminación del virus ha extendido el estado de excepción (cuarentenas, confinamiento, toque de queda), cuestión que ha golpeado a diferentes capas sociales, con principal foco en los empleos presenciales en sectores con menos preparación educacional. La política, oposiciones y gobierno, no han logrado ser percibidos como oportunos ni eficientes en auxiliar a quienes lo han requerido.
En medio de este contexto, nuestra democracia ha extraviado el principio de autoridad, ha sido sometida a variados escrutinios y ha visto debilitado su andamiaje institucional. Dicho de otro modo, esta crisis da cuenta de la carencia de un ethos integrador que refleje un sentido unitario que recoja y otorgue respuestas a los diversos malestares y demandas. Este paisaje decanta en la actividad política, de un lado, impactando en la representación, entendida como la autorización y delegación de poderes e ideas en base a nociones comunes. Sin acuerdo sobre lo común (ocupación central de la política), se ha ido haciendo cada vez más difícil encontrar respuestas que aúnen o sean, precisamente, comunes. De otro lado, esta misma realidad impacta también a las cosmovisiones y roles de los partidos transicionales, los que, en su mayoría, han terminado restándose de su labor orientadora y encauzadora de la opinión pública para terminar oficiando de meros intérpretes o mensajeros que transmiten la emocionalidad ciudadana. Ejemplos al respecto abundan.
Al mirar solamente los resultados de las elecciones a convencionales constituyentes, esta crisis de los partidos se hace tan evidente como aguda desde el momento que, tanto el oficialismo como la ex Concertación, han sido superados por aquellos sectores que promueven el asambleísmo y miran peyorativamente nuestra transición, ya sea que se agrupen en torno a partidos políticos, nuevos o añosos, o a causas que apelan directamente a la emocionalidad ciudadana: no más de esto, no más de lo otro, etc. También es posible afirmar que entramos a nuestro proceso constituyente en un momento agonal, en el que se entiende y valora el accionar político básicamente como expresión de la conflictividad. Los múltiples relatos de indignación que comenzaron a hacer ebullición desde octubre de 2019, pero que se venían diseminando desde mucho antes, se expresan con singular propiedad en los constituyentes electos. La sensación de desigualdad, de abuso por parte de los poderosos, de una permanente letra chica por parte del gobierno y un desprecio hacia las élites, se transformaron en votos que eligieron a quienes podrían encarnar esa cólera que ha ido calando en los electores.
Lee también: Columna de Fernando Paulsen: Venganza y victoria
Claramente lo que ha ganado en Chile no son los independientes como tales. El triunfo del domingo pasado pertenece a las ideas de izquierda y a las más radicales. Ellas, a través de los diferentes espacios de agitación, han logrado instalarse en nuestra sociedad, aunque sea duro reconocerlo. La lista “Apruebo dignidad” y la lista “del pueblo”, junto con la mayoría de los independientes, manifestaron claramente sus domicilios ideológicos y aspiraciones durante la campaña. De hecho, al escucharlos en distintos medios de comunicación, han dejado claro que lo que ellos representan es el término del actual modelo social, económico y político que nos rige, junto con el modo de hacer política basado en la búsqueda de consensos. Anuncios de esto ya se habían expresado. Recordemos que han sido la universalidad enfrentada a la focalización, así como también el desprecio a los acuerdos, los clivajes que han marcado la discusión de estos últimos años. Sin embargo, estos discursos también han encontrado eco en parte del oficialismo y, por lo mismo, los resultados de estos comicios no pueden ser leídos sin considerar que las convicciones ciudadanas que se han expresado han contado con el apoyo o al menos la condescendencia de una parte de la centro derecha. Por esto mismo, más allá de lo que ocurra en la elección presidencial de noviembre, los esfuerzos de este sector deberían concentrarse en asumir que la penetración cultural es un trabajo medular de aquí en adelante y que llevará años, sino décadas. Los ejes de su discurso y los modos en que se debe buscar un nuevo pacto con la ciudadanía son elementos fundamentales a considerar que no se alcanzan adoptando banderas ajenas. Los votos de todas las sensibilidades han hablado en favor de las identidades claras y definidas.
Si bien es deseable que la discusión constitucional se realice en un marco de acuerdos, es también esperable que el clima en que se darán los debates constitucionales sea de alta conflictividad. En efecto, lo que hace ya tiempo se viene empujando por aquellos sectores que hoy se sienten triunfadores es la cancelación de cualquier acuerdo que no implique renuncia de quien está en condición de minoría. Y este escenario no se ha dado sólo por el desprecio al imaginario de acuerdos entre cuatro paredes o de espaldas a la ciudadanía (la “cocina”), sino además porque para la mayoría de los sectores que han ganado escaños en la convención, la lógica de los acuerdos obstaculiza el avance de los cambios que quieren impulsar.
Ciertamente es esperable que en un proceso de discusión constitucional exista confrontación entre visiones diferentes de país, así como también algo de agitación social, aunque no en la medida exacerbada que las recientes declaraciones de los “independientes” sugieren. Por esto mismo es que, para que la búsqueda de acuerdos sea algo más que un anhelo, resulta imperativo que los actores políticos que ocupan cargos representativos defiendan constantemente sus ideas con convicción para que estas influyan y calen culturalmente. Sólo así se logrará ejercer contrapesos efectivos. Esta es una de las más importantes lecciones que se debiera rescatar de estas elecciones.