El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán advierte que "malas decisiones" pueden llevar al colapso del sistema previsional en el mediano o largo plazo. Por eso, llama al Gobierno a "dejar de mirar con sesgo ideológico" el tema de las pensiones.
La semana pasada el Gobierno inició una campaña de información y promoción de su proyecto de reforma de pensiones presentado hace casi un año. La ministra del Trabajo, Jeannette Jara, acompañada de la ministra de Desarrollo Social, Javiera Toro, tuvo reuniones para difundir la reforma en ciudades del norte de nuestro país. Anteriormente, había realizado un recorrido similar por el sur, en esa oportunidad con el ministro de Hacienda, Mario Marcel. La decisión del Ejecutivo de desplegar una estrategia de difusión de su reforma es curiosa porque no puede sino promover su proyecto original, pero desde hace rato viene anunciando que la modificará vía indicaciones. De hecho, acaba de anunciar que las presentará al Congreso durante octubre. Lo que lleva a suponer que las modificaciones no se apartarán mucho de su propuesta original.
Nuestro sistema político comenzó a discutir tardíamente cómo mejorar las pensiones, a pesar de que los diagnósticos y consensos técnicos estaban disponibles desde hace más de una década. Parte importante del nudo de la actual reforma es su mirada ideológica. Hasta ahora lo que el Gobierno impulsa es un aumento de la cotización de un 6% con cargo al empleador, que se destinaría a un fondo solidario, y la división de la industria, donde quien administraría los fondos sería un ente público y otras entidades —no las AFP— gestionarían las inversiones. Es decir, la cotización adicional no sería propiedad de cada trabajador y su administración se entregaría a un monopolio público —con todos los inconvenientes que eso implica— coartando la libertad de elegir.
Si quisiéramos resumir qué busca el Gobierno con su proyecto, habría que decir que básicamente dos cosas: instalar un sistema de reparto y eliminar las AFP o, mejor dicho, eliminar el sistema previsional actual. Es, por ende, una reforma alineada con su agenda ideológica —que tanto le cuesta abandonar— y que solo mejoraría las actuales pensiones, pero hipotecando las futuras.
Además, al revisar las tendencias de los últimos años, expresadas tanto en los estudios de opinión como en el fuerte rechazo que despertó la propuesta previsional de la Convención Constitucional, la opinión de la gente va en una dirección diametralmente opuesta a la del Gobierno. Por eso se ha enfocado en tratar de reducir la distancia entre su reforma y la opinión ciudadana. Pero en vez de intentar convencer de que su proyecto mejorará las pensiones —pues solo aumentará las actuales a costa de las futuras— debiera modificarla sustancialmente. No basta la intención para mejorar las pensiones, hay que demostrar que los medios conducirán al fin perseguido. Y para lograrlo se requiere algo más complejo: dejar de mirar con sesgo ideológico este tema.
Refresquemos los fundamentos básicos. Todo sistema previsional se basa en los aportes realizados durante la vida laboral y la cantidad de tiempo que se percibirá una pensión. Los aportes provienen del porcentaje de las remuneraciones que se destina al ahorro previsional y la continuidad que tengan. Adicionalmente, en los sistemas de capitalización, también dependen de la rentabilidad obtenida por esos aportes; mientras que en los sistemas de reparto dependen de la relación demográfica entre la fuerza laboral y el universo de pensionados. El tiempo durante el que se recibirá pensión depende de la edad en que las personas se jubilen y de sus expectativas de vida. Por motivos demográficos —como es bien sabido— en Chile cualquier sistema de reparto es insostenible y, además, castigaría a quienes ahora se incorporan a la fuerza laboral. De acuerdo con el INE, la relación de personas en edad de trabajar por cada mayor de 65 años era de 7,1 en el año 1981, actualmente es de 5,2 y en el 2050 será de sólo 2,1. Es decir, la relación inversa que necesitaría un sistema de reparto.
En consecuencia, hay al menos tres nudos que desamarrar para mejorar efectivamente el sistema. Primero, aumentar la continuidad de las cotizaciones evitando lagunas, pues nuestro país no llega al estándar de 30 años de cotizaciones que la OIT establece para recibir una pensión completa. Segundo, aceptar que nuestra edad de jubilación es excesivamente temprana con relación a la esperanza de vida actual y, por lo tanto, es necesario subir la edad legal de jubilación o, a lo menos, incentivar a las personas que la posterguen, pues cada año que se pospone aumenta en un 7% la futura pensión. En tercer lugar, aumentar la tasa de cotización que es baja, más aún si el referente es el promedio de la OECD que alcanza el 18,5% de la remuneración. Y, obviamente, esa mayor tasa debe ir a las cuentas individuales de cada trabajador dado lo ya dicho sobre los sistemas de reparto y porque así se mantiene la propiedad y heredabilidad de esos ahorros, que es la posición consistentemente mayoritaria de la opinión pública.
Es cierto que algunas de estas medidas no resultan atractivas para la gente y, por ende, el sistema político podría inhibirse de impulsarlas. No obstante, mientras las propuestas que circulan en el debate público se obsesionen con satisfacer sus propios sesgos ideológicos y no aborden con decisión y coraje esos nudos —aunque sea de manera gradual— difícilmente las pensiones aumentarán. ¿Es imperioso y urgente hacerlo ahora? No. La Pensión Garantizada Universal —PGU— ya descomprimió el sistema al resolver parte importante del problema para más de la mitad de la población que trabaja. Y, a diferencia del aforismo jurídico, en este caso, un “mal acuerdo” no es preferible. Malas decisiones —ya sea que estén inspiradas en la ideología, en la premura de llegar a un acuerdo o en usar esta reforma como moneda de cambio— pueden llevar al colapso del sistema previsional en el mediano o largo plazo.