"Los resultados, tanto a nivel parlamentario como presidencial, deben ser mirados dentro del inaudito contexto sociopolítico que han significado estos últimos años o, lo que es igual, hay que considerar los nuevos tipos de manifestaciones, formas de comunicación y comportamiento político de la ciudadanía", dice el director ejecutivo de la fundación Jaime Guzmán.
Las elecciones del domingo 21 de noviembre han removido el paisaje político. ¡Y vaya que lo han hecho, qué duda cabe! Los resultados, tanto a nivel parlamentario como presidencial, deben ser mirados dentro del inaudito contexto sociopolítico que han significado estos últimos años o, lo que es igual, hay que considerar los nuevos tipos de manifestaciones, formas de comunicación y comportamiento político de la ciudadanía.
El 18 de octubre de 2019 marcó un antes y un después para el sistema político, al punto que el centro de gravedad que inspiraba tanto a la centro derecha como a la centro izquierda se remeció. Las ideas que sostenían a los diferentes bloques que han gobernado desde el retorno a la democracia, fueron puestas en jaque desde el estallido de violencia, cuestión que solo agudizó la crisis que hace ya años venían sufriendo los partidos. Dicho de otro modo, la amenaza que implicó la violencia radical terminó por desnudar la debilidad de varios actores del espectro político, al punto que la llamada tesis “no son 30 pesos, sino 30 años” terminó por imponerse rápidamente y sin mayores contrapesos. En la medida que el tiempo avanzó, autoridades y representantes del parlamento fueron, de a poco, dejándose convencer que durante las últimas décadas se había construido un país injusto y desigual.
Pero este imaginario no fue súbito, ni tampoco producto de un “estallido social”. Si bien es evidente que en nuestra sociedad existen malestares de variado tipo –como el endeudamiento de familias por políticas públicas mal pensadas, el deterioro de la cotidianeidad por culpa de un pésimo diseño de transporte público, el temor a enfermarse por la ineficiente gestión y cobertura del sistema público de salud, así como también una eterna espera por la necesaria reforma al sistema de pensiones– también es cierto que la gran mayoría de éstos se explican a partir de un déficit de voluntad política, antes que por un problema sistémico o estructural.
A la falta de voluntad política se debe sumar el avance e impacto de las ideas que surgieron con una nueva elite en el mundo de las izquierdas. Los llamados “hijos de los líderes de la Concertación” construyeron una narrativa crítica a la transición cuyo eje medular estuvo en flagelar las conciencias de los actores del mundo de la centro izquierda por no comportarse como ellos (cual jueces) estimaban que deberían haberlo hecho. Haber gobernado un cuarto de siglo privilegiando los acuerdos y renunciando a alcanzar una hegemonía de izquierda sin complejos les resultaba imperdonable. A esa crítica se agregó también un imaginario de desigualdad y abuso de parte de quienes tuvieron el poder –alimentado por casos de corrupción pública y colusión empresarial– que buscaba terminar de convencer que Chile no era el país que (curiosamente) el mundo entero valoraba.
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Una vez que la extrema izquierda logró instalar a nivel de elites políticas un diagnóstico del Chile actual, era cuestión de tiempo para que esa misma narrativa lograra calar en la ciudadanía. Y lo consiguió. Después, los esfuerzos se concentraron en buscar cualquier oportunidad para relevar los malestares, utilizando como dispositivo las emociones negativas en las personas. La ira, la rabia, el resentimiento, entre otros, se convirtieron –ante la tardía reacción transversal de observadores y políticos– en los nuevos tópicos sobre los cuales se debía medir la conflictividad. El salto a los torniquetes y el bloqueo a los recorridos del Metro de Santiago deben entenderse como parte de un trabajo de años en que, desde el lenguaje hasta las protestas, fue germinando una emocionalidad que se acompañaba de violencia. Así llegamos al 18 de octubre.
Desde fines de 2019 en adelante, la izquierda radical, apoderada del diagnóstico trágico sobre los últimos treinta años, se dedicó a socavar –por las buenas y por las malas– nuestra institucionalidad. Este ejercicio se vio en el Congreso con acusaciones constitucionales que pretendieron destituir a toda autoridad que quisiera imponer algún nivel de orden, incluido el Presidente de la República, el chantaje de toda la izquierda al primer mandatario con su declaración pública de 12 de noviembre exigiendo asamblea constituyente y lo hizo acompañada por una centro izquierda que dejó su característica moderación para convertirse en simple comparsa. Paralelamente, su croquis de país tuvo efecto electoral. Fue así que –con total desparpajo– se atribuyeron el 80% de la opción “apruebo” en el plebiscito de 2020. Y sirvió, además, para construir un organigrama que permitió que esa misma izquierda se quedara con una amplia mayoría de los escaños de la Convención Constitucional y lograra un abultado triunfo en la elección municipal.
Pero la ciudadanía seguía atenta mirando cómo las promesas de cambio sólo significaban aumento de la delincuencia y la violencia, alejamiento de las inversiones, fuga de dinero al extranjero, devaluación del país ante la mirada internacional, polarización y radicalización de la política. Mientras el Congreso debilitaba el estado de derecho aprobando normas inconstitucionales y buscando cogobernar de facto, la Convención Constitucional se comportaba como un tribunal jacobino intentando escribir una Constitución a la pinta de la extrema izquierda faltando al mandato ofrecido de construir “la casa de todos”. Dicho de otro modo, la sociedad notó que las izquierdas que venían consiguiéndolo todo no supieron ganar. Sus triunfos electorales logrados en virtud del relato que diseminaron, lejos de la utopía que ofrecían, solo trajeron una anomia que –traducida en saqueos y piromanía– han convertido a Chile en una película del lejano oeste, poniendo en riesgo todo aquello que el país ha logrado.
La gente entonces le quitó el respaldo a las intenciones refundacionales porque paulatinamente fue entendiendo de qué se trata y en qué consiste el camino de incertidumbre hacia el que pretenden conducirnos. La lógica del “todo vale” a la que hemos asistido desde hace algún tiempo ha sido castigada por la ciudadanía el domingo 21 pasado, tanto en la elección parlamentaria como en la presidencial. Así se explica el equilibrio de fuerzas con que quedará conformado el próximo parlamento. Simetría que ni siquiera cuando imperaba el sistema binominal se había logrado en el Senado. Como también que José Antonio Kast se impusiera por sobre Gabriel Boric, tanto en el norte como en el sur del país, incluyendo la mayoría de las comunas más pobres. Ante el eje orden versus refundación, claramente el gran derrotado es este último. Hasta ahora, en medio de este Chile bipolar, todo indica que la revuelta de octubre que pretendía devenir en revolución, ha comenzado a evaporarse. ¡Enhorabuena!