El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán reflexiona sobre los primeros meses del Ejecutivo liderado por Gabriel Boric. "Tratan de aplicar la autoridad sin convicción ni reconocimiento de la ciudadanía, negociar proyectos sin renunciar por un minuto a su minoritaria ideología y avanzar testarudamente en una propuesta constitucional rotundamente derrotada", sostiene.
A ocho meses del inicio de la administración liderada por Gabriel Boric observamos un presidente que comienza a pedir acuerdos y a enmendar algunos de sus juicios políticos. Hay quienes asumen que esto es una señal de moderación. Otros consideran que es la fuerza de la realidad: enfrentado a importantes desafíos entre marzo y noviembre, ha salido derrotado en todos.
Desde el principio su gabinete político –ese que se encargó de generar expectativas mientras el presidente electo hacía noticia por sus bermudas y mascota– decepcionó rápidamente al desnudar su amateurismo para gobernar. En marzo, algunos ministros, para referirse al conflicto en La Araucanía, contraviniendo los intereses del Estado de Chile, hablaban de Wallmapu, otros se contactaban con el prófugo de la justicia Héctor Llaitul buscando quién sabe qué cosa. Cuento corto, terminaron pidiendo excusas a Argentina y en su reciente visita a la zona el presidente ha reconocido que algunos ataques son terrorismo –aunque reniegue de aplicar la ley antiterrorista–.
Hace un par de meses, el presidente insistía en su radicalismo contradiciendo la tradición de la política exterior de Chile al negarse a recibir, de un modo tan agresivo como incomprensible, las credenciales del embajador israelí. Nunca sabremos cuánto le costará al país ese gustito –propio de dirigente estudiantil– que se dio el presidente. Lo ocurrido en EE.UU. con el vicepresidente John Kerry es un dato de constatación más de la misma actitud.
En medio de la campaña para aprobar o rechazar la propuesta constitucional, el gobierno y el presidente en particular se encargaron de señalar enfáticamente que para poder avanzar en la implementación de su programa de gobierno era indispensable que se aprobara el texto elaborado por la Convención, transparentando el espíritu refundacional y radical que lo inspira. El resultado lo conocemos. En una elección histórica, tanto por la relevancia política como por la participación electoral, una masiva ciudadanía se movilizó para rechazar el contenido refundacional de esa Constitución, así como también el radical y calamitoso proceso que la precedió. El gobierno perdió esa elección y conceptualmente su derrota significa el fracaso de su proyecto político.
Esto, en la práctica, supone que el oficialismo está en crisis. Sí, porque lo que demanda el resultado del 4 de septiembre a La Moneda es reinventarse en su proyecto y en su propuesta. Quizás la primera evidencia de esta crisis se observó en el cambio de gabinete que Boric se vio obligado a realizar, aún cuando al acercar el lente podría verse que el cambio de ministros estuvo marcado por la búsqueda de experiencia. Lo que aportan los nuevos miembros del gabinete es adultez, prudencia y pragmatismo, no un giro ideológico. De hecho, todos ellos, sin excepción, estaban convencidos y se jugaron por aprobar el nefasto texto constitucional de la Convención.
Las fricciones entre Apruebo Dignidad y el Socialismo Democrático sobre los cambios que debiera adoptar el gobierno dejan ver que la discusión al interior de la amalgama de sectores que forman el gobierno gira en torno al clivaje pragmatismo-renuncia. Los pragmáticos se asumen derrotados y consideran que este no es el ciclo político para empujar cambios porque las condiciones políticas (las esquirlas del 4 de septiembre) hoy juegan en su contra. Esto no implica renunciar a su proyecto ideológico, sino esperar un mejor momento para seguir impulsando el cambio político cultural en todos los espacios que puedan. Por eso seguirán hablando de la necesidad de una Constitución como llave de salida a nuestros problemas y de cambiar nuestro modelo de desarrollo, inmiscuyendo al Estado en lo que más se pueda.
Pero en el extremo del gobierno están el PC y parte del Frente Amplio que acusan a los pragmáticos de renunciar porque –más allá de los resultados de septiembre– este gobierno tendría un mandato legítimo para aplicar su programa de gobierno. Jadue y Sharp (que a estas alturas se disputan la versión siglo XXI de Carlos Altamirano) son los actores principales que lideran este sector crítico encargado de izquierdizar más a La Moneda. Al mismo tiempo, sus parlamentarios negocian un nuevo proceso constitucional tratando de hacernos creer a todos que el resultado del plebiscito más importante desde el retorno a la democracia fue apenas un accidente para sus intereses. Mientras tanto, Boric pide acuerdos, busca zafar a como dé lugar de la crisis económica y se esfuerza por alcanzar credibilidad en materias de orden público, pero los giros de moderación parecen más bien reacciones forzadas ante una realidad adversa que golpea y afecta los horizontes propuestos por la alianza inicial entre el Partido Comunista y el Frente Amplio.
Hoy, el presidente y sus ministros piden acuerdos, cada vez que pueden declaran que apoyan a carabineros (aunque en la parada militar Boric intentó nuevamente friccionar la relación con los uniformados), reconocen que hay que reforzar el Estado de Derecho, que hay acciones terroristas en el sur, que perseguirán “como perros” a los delincuentes y amenazan con expulsar a los delincuentes extranjeros. Esto puede verse bien en el papel, pero muy probablemente nada de esto habría ocurrido si no hubieran perdido el 4 de septiembre. Tampoco si el presidente no hubiera fracasado en cada uno de los episodios aquí descritos y que le han costado una desaprobación ciudadana nunca antes vista.
La izquierda que nos gobierna es la misma que arrinconó al presidente Piñera para que llamara a una asamblea constituyente a redactar una nueva Constitución para redimirse de su trauma elitario. Es la misma que abrió la llave a una cascada de acusaciones constitucionales que buscaron derrocar al gobierno después del 18 de octubre de 2019, la misma que relativizó y apoyó la violencia, debilitó el uso legítimo de la fuerza de nuestras policías y la misma que defendió públicamente terroristas. Hoy piden acuerdos de seguridad, tributarios, previsionales y constitucionales. Los mismos que se aprovecharon del fuego y los saqueos para hacer una Constitución a su gusto hoy tratan de controlar un paro de camioneros. Esa izquierda, ayer oposición y hoy gobierno, trata de aplicar la autoridad sin convicción ni reconocimiento de la ciudadanía, negociar proyectos sin renunciar por un minuto a su minoritaria ideología y avanzar testarudamente en una propuesta constitucional rotundamente derrotada.
Asistimos a un simulacro donde quienes nos gobiernan sufren –con total desparpajo– una repentina amnesia de todos sus recientes dichos y comportamientos e intentan relacionarse con la oposición de derecha como si siempre le hubieran reconocido legitimidad para llegar a acuerdos. Pero no olvidemos que parte importante de la crisis que detona el 19 de octubre de 2019 se debe a que esa izquierda simplemente no reconoce en la centroderecha un actor legítimo con autoridad moral para gobernar.