El director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán reflexiona sobre la "banalización del terrorismo" y el rol de la prensa, que ha sido cuestionado durante la administración del presidente Gabriel Boric. "Su conducta es sintomática y revela su incomodidad ante la cobertura que los medios brindan a los temas que sí son relevantes: una crisis de seguridad desbocada y un estancamiento económico prolongado. Pero además expresa un intento de normalizar su permanente irritación con los medios y su cuestionamiento a la libertad de prensa", asegura.
Banalizar es convertir en común algo que merece nuestro asombro. Se banaliza o se trivializa un comportamiento o situación en un intento por adormecer la reacción crítica o reflexiva. Cuando lo que se pretende banalizar atenta contra la democracia, las alertas debieran activarse con urgencia. Hay dos materias que se han esforzado por banalizar quienes hoy nos gobiernan, incluso antes de llegar a La Moneda. No es normal, ni sano para la democracia, el modo en que la izquierda oficialista se relaciona con la violencia y el terrorismo, ni que le parezca normal interpelar o pautear a los medios de comunicación.
Esta semana —luego que la directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos señalara que la CAM debiera ser incluida en los diálogos para desactivar la violencia en la macrozona sur— la vocera de Gobierno manifestó su disposición a acoger esta sugerencia. Con una mínima condición: que fuera “sin pistola en la mesa”. Esta afirmación, más allá de lo ambigua que parece, es solo una muestra en un amplio historial.
Como diputado, Boric dejó muchas veces en claro su lamentable posición respecto de la violencia. A principios de 2018 rindió homenaje público a Mauricio Hernández Norambuena, uno de los autores del crimen de Jaime Guzmán, y al grupo terrorista Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Tiempo después se reunió en Francia con Ricardo Palma Salamanca, otro de los asesinos del exsenador, condenado y fugado desde la Cárcel de Alta Seguridad en 1996. Posteriormente, presenciamos en redes sociales cómo lucía festivamente una polera con la cara baleada de Guzmán.
Durante la revuelta de 2019, Boric calificó como protesta social la violencia que azolaba el país, llamó a refundar Carabineros y votó en contra de todos y cada uno de los proyectos que intentaron hacer frente a ese estallido insurreccional. Durante su campaña presidencial prometió indultar a los llamados “presos de la revuelta” y luego de asumir, lo cumplió. Hace pocos días, uno de los delincuentes más cuestionados por haber sido beneficiado con el indulto, fue detenido y formalizado nada menos que por secuestro extorsivo y robo con violencia. Más allá de las disculpas a las que nos tiene acostumbrados Boric, esto corrobora cómo esta izquierda pasó de la relativización de la violencia política a su banalización.
Hace unas semanas el presidente se quejó ante la prensa porque los matinales no cubrían en vivo la inauguración de una plaza. Aunque su reacción destemplada podría considerarse un mero berrinche de inmadurez, su conducta es sintomática y revela su incomodidad ante la cobertura que los medios brindan a los temas que sí son relevantes: una crisis de seguridad desbocada y un estancamiento económico prolongado. Pero además expresa un intento de normalizar su permanente irritación con los medios y su cuestionamiento a la libertad de prensa.
Antes de ganar las elecciones —olvidando que él mismo había señalado que la prensa debía incomodar a las autoridades— ya mostraba su propio fastidio ante el escrutinio público. En 2021 increpó a un reportero de Radio Biobío tratándolo de “irresponsable” por pedirle que aclarara la fecha de realización de un examen de drogas. Y, al inicio de su mandato presidencial, el Gobierno sorprendió comunicando que se elaboraría un manual para la prensa que, felizmente, no prosperó porque habría sido un intento surrealista de inhibir la autonomía del periodismo para exigir rendición de cuentas a las autoridades por sus acciones y decisiones.
En abril de este año, el Colegio de Periodistas pidió “respetar el trabajo de la prensa” luego que el presidente se riera de una periodista de La Tercera y cuestionara su fuente. Por esos días también increpó a los medios acreditados en La Moneda que le tomaron fotos asomado a la ventana de su oficina, argumentando que vulneraban un espacio privado. Curiosa excusa para alejar de la mirada pública el mismo palacio que el presidente Lagos abriera como paseo ciudadano.
A estas delicadezas presidenciales con la prensa, se agrega que —cuando aún no se apagaba el eco del conteo de votos del plebiscito— la vocera ya anunciaba el nombramiento del multifacético Francisco Vidal como presidente del directorio de Televisión Nacional. Con el tono categórico que lo caracteriza, este señaló que TVN debía cubrir la voz del presidente y de otras autoridades porque son “voces institucionales y la televisión pública debe cubrirlas”. La misma ministra que meses atrás había anunciado que formaría una comisión para hacer frente a la desinformación, ahora hacía silencio ante este conato autoritario.
Lo delicado no es solo que el nuevo presidente de TVN tenga un equivocado concepto del rol de los medios de comunicación, sean públicos o privados, sino que el Gobierno guarde silencio frente a ello. De esta forma, el cuestionamiento a la libertad de prensa se torna sibilinamente corriente, invisible, algo trivial que no merece reparo. Es una muestra más de como una conducta —dudosamente democrática— se vuelve parte de la rutina.
La banalización del terrorismo y del rol escrutador de la prensa no son casuales. Estamos ante una agenda política de una izquierda que tiene una clara definición ante ambos fenómenos y que la expresa en sus actitudes. Ninguna dialoga con las virtudes de la democracia. De un lado, la irritación con la prensa es señal de no saber convivir en la diferencia, lo que esconde un desprecio por la libertad. Y, de otro, dialogar con terroristas transgrede un principio que funda todo régimen democrático, a saber, marginar la violencia como mecanismo de acción política.