"El único legado en serio, de esos que aparecen en los libros de historia, que pueda dejar el presidente es que, bajo su mandato, se ponga fin a la incertidumbre constitucional que nos afecta, a través de la aprobación de una nueva Constitución cuya redacción poco dependerá de él. ¿Estará el presidente Boric dispuesto a ir contra su tribu?", plantea el director ejecutivo de la Fundación Piensa.
Parece natural que los presidentes se miren al espejo como protagonistas de la historia y estén preocupados de cuál será el juicio de esta sobre ellos. Resulta probable que, mientras la ciudadanía –también naturalmente- lo mire como el responsable de hacerse cargo de sus problemas más cotidianos y acuciantes, el presidente Boric –junto con aquello, a 50 años del quiebre institucional y llamado a “habitar” el cargo y el lugar donde se suicidó Allende- se mire al espejo como su heredero y pretenda que la historia lo reconozca como tal. Así como todo político se imagina con la banda presidencial, todo presidente, probablemente, imagina su estatua en la Plaza de la Constitución, su apartado en los manuales de historia y la percepción de las generaciones actuales y futuras del “legado” de su administración.
El problema aparece cuando ese afán por construir un legado sale de la cabeza del presidente y se pone en la boca de la ministra vocera luego de un pantanoso primer año de Gobierno en la víspera de la cuenta presidencial. ¿Se trata de una declaración más o hay algo detrás? ¿Estamos frente a un llamado a los propios para darle “relato” y “narrativa” a este gobierno? ¿Será, frente a la poca capacidad de gestión pública, un “recurso a lo estructural”, muy utilizado por la nueva izquierda para esconder su incapacidad de hacerse cargo de los problemas en específico?
Considero que se trata de una manifestación de esto último: dado que los logros del Gobierno no hablan por sí solos –probablemente porque son pocos e irrelevantes- se hace necesario construir un relato/legado, que saque la discusión de lo concreto y medible y la lleve a algo más abstracto e inconmensurable, pues han sido incapaces de cumplir su promesa fundamental (grandes transformaciones sociales y una nueva forma de hacer política) y de hacerse cargo de los problemas más urgentes para los chilenos hoy (seguridad y economía).
Habrá quien considere que los “logros” de este gobierno no son pocos ni tampoco irrelevantes. Mientras escribo esto aún no comienza la segunda cuenta presidencial, pero probablemente esta se centre en aquellos: royalty; salario mínimo de 500 mil pesos; reducción de la jornada laboral a 40 horas, ley “anti narco”; plan “calles sin violencia”; copago cero en Fonasa; ampliación del subsidio único familiar; adhesión a Escazú; 59.262 viviendas sociales entregadas; estrategia nacional del Litio; aumento en 4,4% del presupuesto para seguridad; y que el crecimiento económico el 2022 fue mejor al esperado con un 2,4%, junto con que la inflación anual comenzó a bajar descendiendo desde el peak de 14,1% de agosto de 2022 a un 9,9% en abril pasado y que la inversión total aumentó casi un 3%.
Ese listado de medidas, algunas positivas, está muy lejos de cumplir la promesa de “grandes transformaciones sociales” con que este gobierno llegó al poder, asegurando alejarse de la “política en la medida de lo posible” que había identificado a los gobiernos de la exconcertación. Es una lista de medidas que palidece frente a verdaderas grandes transformaciones logradas “en la medida de lo posible” en las décadas anteriores, lo que debe servir como acicate de humildad. Si bien todos los gobiernos deben ajustar sus promesas de campaña a la difícil realidad, el Frente Amplio fue especialmente enfático en su carácter transformador y revolucionario y persistente en su ninguneo a los acuerdos políticos que permiten romper el status quo y avanzar, en algún grado, en la solución de los problemas. Se ofrecieron como los verdugos del “neoliberalismo” y trataron de derrotar ese fantasma con su proyecto de Constitución, ampliamente rechazado, con el que empezaron a cavar, más bien, su propia tumba.
En segundo lugar, incumplieron la promesa de una nueva y mejor política. La nueva izquierda se caracteriza por moralizar el debate. Están los buenos (“ellos”, que con intereses benignos promueven reformas para lograr la “justicia social”) y los malos (“los otros”, que movidos por intereses espurios están condenados a defender un orden social destinado al fracaso). El propio ministro Jackson, siendo gobierno, lo dijo expresamente: “Nuestra escala de valores y principios dista de la generación que nos antecedió”, revelando no sólo una peregrina suficiencia, sino que también una mayúscula falta de mirada estratégica al aumentar la grieta existente entre los grupos que hoy forman el gobierno. Como era obvio, la ciudadanía se ha dado cuenta que nada especial tenía esta nueva generación y que, en términos generales, al menos comparte las virtudes, defectos y prácticas de los políticos de siempre.
Más que ángeles caídos del cielo llegaron nuevos cocineros, muchas veces incapaces siquiera de sacar platos y cuyo recetario se ha mostrado inútil para solucionar las urgencias sociales. Así, en materia de seguridad se han dedicado a usar las recetas que prometieron no usar, como el estado de emergencia o el aumento de penas, y han sido incapaces de avanzar en derrotar el terrorismo y disminuir la delincuencia. En seguridad, además de la gestión, el problema, a mi juicio irresoluble, es de credibilidad. La ciudadanía no cree que sea un “perro contra la delincuencia” el mismo que indulta a un delincuente condenado por tratar de matar a un policía y que, como parlamentario, votó en contra de toda la agenda legislativa que hoy llama a aprobar. Mientras no medie una disculpa y explicación razonable sobre el cambio de postura la falta de credibilidad se mantendrá.
En materia económica, la otra gran preocupación de los chilenos, el panorama también es desalentador, en parte, porque el recetario de estos nuevos cocineros es muy limitado: desconocen que la persona es anterior y superior al Estado y le tienen tirria a la iniciativa privada, negándole aptitud para solucionar problemas públicos. En la universidad cualquier problema pasaba por redactar extensos “petitorios” a Rectoría, muy pocas veces respondiendo a la pregunta de qué podían hacer ellos mismos para solucionar las cosas. Hoy los petitorios son a ellos, que representan el Estado, por donde pasa la solución a todo, dejando la libertad, la iniciativa privada y los deberes en un tercer plano. Para ellos todo es política: Marx hablaba del “hombre total” y Rousseau del “ciudadano total” que, como apunta Bobbio, no es más que la otra cara, igualmente peligrosa, del Estado total, ciertamente contrario a la democracia liberal. El escándalo de los balones de gas “a precio justo” es una buena manifestación de este defecto. Chile necesita un mejor y más eficiente Estado, que se despliegue cuando sea necesario pero que reconozca sus limitaciones.
¿Dónde queda entonces el legado? Probablemente, y vaya paradoja, el único legado en serio, de esos que aparecen en los libros de historia, que pueda dejar el presidente es que, bajo su mandato, se ponga fin a la incertidumbre constitucional que nos afecta, a través de la aprobación de una nueva Constitución cuya redacción poco dependerá de él. ¿Estará el presidente Boric dispuesto a ir contra su tribu, como lo hizo en el acuerdo constitucional que dio origen a la primera Convención? ¿Llamará el presidente a votar “a favor”, como probablemente también lo haga José Antonio Kast? ¿Qué va a elegir? ¿Los libros de historia o canciones con su nombre en las peñas universitarias? ¿Un legado o una lista de supermercado?