El director ejecutivo de Fundación P!ensa rescata aspectos de la propuesta de nueva Constitución, llamando a evaluar más allá de los disensos que existen en temas como el derecho a la vida de "quien está por nacer" y la exención del pago de contribuciones. "Sí avanza decididamente en la dirección correcta de darle mayor gobernabilidad a nuestro país", afirma en su columna.
Tanto en lo referido a la necesidad de una nueva Constitución como en lo que dice relación con los disensos del actual Consejo Constitucional, la discusión pública se ha concentrado en aspectos accesorios que hacen difícil ver la cuestión principal.
El proceso constitucional derivado del “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” suscrito el 15 de noviembre de 2019 se ha mostrado inútil en sus objetivos. Ni dio un cauce institucional a la crisis de violencia callejera ni sirvió para reparar el malestar social expresado en manifestaciones pacíficas. Por un lado, el cese de la violencia tuvo poco que ver con el acuerdo y mucho con las vacaciones de verano y la llegada de la pandemia. Por otro lado, el malestar social está lejos de disiparse y, según diversos estudios, tiene mucho más que ver con la crisis económica y de seguridad que con la necesidad de un cambio constitucional. La validación de la violencia como un método de acción política; la extendida crisis de delincuencia y crimen organizado; y el magro desempeño económico con sus nefastas consecuencias en el bienestar de la población siguen ahí. En los últimos cuatro años, tanto la agenda como la capacidad de los actores políticos, ambas limitadas, han priorizado lo constitucional dejando en un segundo plano lo que debiera ser la preocupación principal. El proceso constitucional ha sido un placebo que si tuvo algún efecto hoy se ha diluido. Chile requiere un remedio eficaz para sus problemas y eso pasa más por el liderazgo y las políticas públicas que por el voluntarismo constitucional.
Esto no quiere decir que la Constitución no sea importante ni su eventual cambio una oportunidad. La Constitución es extremadamente relevante y su eventual cambio es una gran oportunidad para hacernos cargo, en alguna dimensión, de parte de los problemas descritos, particularmente mejorando el sistema político, facilitando la producción de decisiones públicas y poniendo fin a la incertidumbre producto de los cuestionamientos a la legitimidad de la Constitución actual.
A diferencia de la propuesta de la Convención, donde había ácidas disputas a propósito de casi todos sus artículos, los disensos fuertes en torno a la propuesta que está trabajando el Consejo Constitucional son más bien acotados: derecho a la vida, expulsión de extranjeros ilegales, reclusión domiciliaria para enfermos terminales, exención del pago de contribuciones, paridad de salida y libertad de elección en la administración de los fondos de pensiones y seguros de salud. Seguro se me pasa alguno, pero no es mucho más que eso. Además, el trabajo de la Comisión Experta debiera reducir esta lista.
Es natural que la discusión pública se haya concentrado en estos disensos, pero en la medida que se acerca el plebiscito de diciembre, se hace necesario tratar de ver el bosque o la película completa e informarnos respecto de qué dice, o probablemente dirá, la propuesta del Consejo en sus aspectos principales más allá de estos disensos o pocos árboles.
Uno de estos aspectos principales son las mejoras propuestas al sistema político, muy conocidas en la élite interesada en el proceso, pero poco internalizadas en la opinión pública general, tanto en su contenido como en sus efectos prácticos.
Si bien la dificultad para producir decisiones públicas en torno a urgencias sociales es un problema que aqueja a muy diversas democracias, en nuestro país esto es especialmente grave. La fragmentación de las fuerzas políticas en el Congreso, la indefinición de plazos de tramitación de leyes, la crisis de representación de los partidos políticos, la falta de coordinación o permanente conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo, la extralimitación de los parlamentarios en sus atribuciones constitucionales, entre otros, han generado una fuerte crisis de gobernabilidad y una suerte de congelamiento de las decisiones importantes. Así, por ejemplo, pese a un diagnóstico relativamente compartido de la necesidad de aumentar las cotizaciones para mejorar nuestras pensiones, cuatro gobiernos seguidos han sido incapaces de aprobar una ley en la materia. Esto contribuye a la crisis de representación, pues la ciudadanía ve, en general, políticos discutiendo sobre “la inmortalidad del cangrejo” sin ser capaces de lograr acuerdos estabilizadores.
Lo primero relevante de la eventual propuesta del Consejo en materia de sistema político es que, a diferencia del frenesí creativo y ánimo refundacional de la Convención, es respetuoso de nuestra historia institucional. Junto con mantener el carácter de república democrática y la separación de poderes, reafirma nuestro régimen presidencial, con ciertas atenuaciones. El presidente sigue siendo jefe de Estado y de Gobierno y conserva la iniciativa exclusiva para presentar, entre otros, proyectos de ley con gasto fiscal, lo que había sido matizado en la propuesta de la Convención con el consiguiente riesgo de irresponsabilidad fiscal. Por su lado, el Congreso mantiene su carácter bicameral, donde en materia legislativa el Senado y la Cámara de Diputados tienen, más o menos, funciones simétricas. Esto permite un sano contrapeso, muy lejano de la concentración de poder propuesta por la Convención en la Cámara de Diputados con la eliminación del Senado y su reemplazo por una “Cámara de las Regiones” con menor poder.
En segundo lugar, establece una importante innovación respecto de la Constitución actual, estableciendo las “iniciativas populares de ley”. Hoy los proyectos de ley solo pueden ser presentados por el presidente o por un grupo de parlamentarios. La propuesta permite que un grupo de cien ciudadanos registren una iniciativa que, si cuenta con el apoyo de entre el 4% y el 6% del padrón electoral, deberá ser discutida en el Congreso. Este mecanismo funcionará mejor en la medida que, en general, nuestra democracia se vaya robusteciendo.
En tercer término, se institucionaliza la discusión “pre-legislativa”, que es una práctica muy relevante, permitiendo al presidente someter a consideración de las cámaras legislativas las ideas matrices de un proyecto sin necesidad que el proyecto entre a tramitación.
En cuarto lugar, se establecen sanciones para el incumplimiento de las urgencias legislativas. Si bien hoy es el presidente el que a través de las urgencias maneja la agenda legislativa, dado que no existe sanción frente a su incumplimiento, su funcionalidad se ve relativizada. En los hechos solo sirven para darle prioridad a la discusión de un determinado proyecto, pero no para que este efectivamente se vote o despache en un plazo determinado. La celeridad legislativa se ve reforzada con la denominada “agenda legislativa prioritaria” que permite que el presidente informe de hasta tres proyectos de ley que deberán ser puestos en votación y terminar su tramitación en el plazo máximo de un año. También en el propósito de mejorar la colaboración entre el Ejecutivo y el Congreso se crea una oficina de asesoría parlamentaria de carácter técnico para el análisis del impacto financiero y regulatorio de los distintos proyectos de ley.
Un quinto aspecto destacable es el “umbral electoral” que dispone que los partidos deberán lograr al menos un 5% de los votos totales de la elección de diputados para tener derecho a la atribución de algún o algunos escaños. Esto propende a disminuir la fragmentación y promover partidos grandes, corrigiendo en parte los defectos producidos por el cambio del sistema electoral que ha generado que hoy existan más de 20 grupos distintos, dificultando la producción de acuerdos. Esto es de lo más relevante en el propósito de mejorar nuestro sistema político, retrocediendo algo en representatividad y ganando en gobernabilidad. A su vez, se establece que los parlamentarios que renuncien a sus partidos pierdan el escaño, fomentando un cierto orden y castigando a los denominados “díscolos”; se perfecciona la acusación constitucional; se acotan los plazos de las comisiones investigadoras y se disminuye de 155 a 138 los diputados.
Si bien, como todas las cosas, la Constitución por sí misma no resolverá todos los problemas de nuestro sistema político, sí avanza decididamente en la dirección correcta de darle mayor gobernabilidad a nuestro país, mejorando la regulación actual. Esto, junto a la necesidad de ponerle fin al agotador bucle constitucional, es un buen motivo para pensar votar a favor en diciembre.