El investigador del Instituto Res Pública reflexiona sobre el antes y el después del golpe de Estado, y la conmemoración de los 50 años: "La lección en materia de DD.HH. y democracia fue bien aprendida por todos los sectores, pero cuando se trata de utilizar los medios pacíficos de acción política, dentro de la institucionalidad y con estricto respeto al adversario, pareciera que algunos son ciegos, sordos y mudos".
La reflexión histórica y política está entrecruzada por una serie de variables que determinan su propio desarrollo. Los historiadores tienen la tarea de investigar los hechos, sus causas y su interpretación cuando muchas veces se encuentran todavía con la memoria viva de quienes fueron protagonistas y víctimas de los acontecimientos que investigan. El pensamiento político, a su vez, debe hacerse cargo de las tensiones propias de la actualidad política, los debates entre adversarios y las tendencias en la opinión pública.
Los 50 años del 11 de septiembre son el mejor ejemplo del complejo ejercicio de reflexionar sobre el pasado. Los sucesos de ese día fueron brutales. Sus causas graves. Y sus consecuencias de largo y profundo alcance. Por lo mismo, su influencia en el presente político, de utilidad y perjuicio para cada sector según el tema concreto, ha sido motivo de una renovada tensión y agudización de los polos de interpretación de los hechos.
Sin embargo, en medio de la disputa abierta, pareciera que sí hay cuestiones que la reflexión histórica y los consensos políticos han “cerrado” en algún modo. Por ejemplo, la condena transversal de las violaciones a los derechos humanos. No cabe duda de que un gobierno no puede vulnerar la dignidad fundamental de las personas por decisión política, tampoco en el contexto de excesos por la represión de la actividad terrorista o subversiva.
Lo otro es la aceptación de la democracia como forma de gobierno más adecuada para nuestro país. En medio de la crisis de los 70 y tras la intervención militar, eran muchas las ideaciones de alternativas al régimen democrático: la dictadura del proletariado, el gobierno militar permanente, el Estado corporativo, etc. Esta tónica ya se había dado con ocasión de los convulsos años 20, aun cuando desde el plano de la filosofía política y de la tradición occidental, la democracia merece muchos reparos y contrapesos para evitar su autodestrucción, quienes discuten su validez para nuestro país son una excepción.
Lamentablemente, existen algunos puntos ciegos de la reflexión histórica, donde la contingencia ha forzado posturas rupturistas o interpretaciones mañosas de la realidad. Nos referimos a tres cuestiones imprescindibles para proteger una sana convivencia democrática: el germen corrosivo del odio, la violencia política y la deriva totalitaria de la revolución socialista.
La política como arte supone la existencia de disensos. Incluso en el paradigma clásico se entiende que la vida en comunidad organizada exige buscar puntos de encuentro entre personas con opiniones diferentes. Cuando esos desacuerdos no se logran procesar adecuadamente, o cuando algunas ideas procuran anular a quien piensa distinto y su legítima posición en el debate público, aparece el odio. El odio en la política es terminal: o se le controla o se acaba con la capacidad de hacer política. Y ahí es donde el odio se impone, tarde o temprano se reivindica el uso de la violencia para la imposición del programa particular. Eso es precisamente lo que ocurrió en nuestro país a mediados del siglo XX y que terminó por hacer explosión durante el gobierno de la Unidad Popular.
Las planificaciones globales y sueños ideológicos que se desplegaron en la escena política chilena a partir de 1950 terminaron por polarizar a la opinión pública y terminar con la capacidad de los adversarios de respetarse entre sí. Llegar a grandes acuerdos no es una obligación, pero aceptar el triunfo del adversario es parte de la convivencia política. Pero esto se vuelve imposible cuando el adversario se considera un enemigo que debe ser eliminado de la escena. Eso terminó ocurriendo como consecuencia de la implantación de la mentalidad ideológica que concibió el gobierno como un medio para imponer y refundar el orden social completo. Y por supuesto, la disidencia a ello es un crimen contra los deseos del planificador supremo. Al enemigo hay que censurarlo, y las estructuras sociales de opresión se deben destruir por todos los medios posibles. Si acaso se siguen respetando algunas formas, es por mera táctica.
Esa fue la realidad del gobierno de la Unidad Popular. Y ese era el clima político chileno en los años 70. La opción por el uso de las armas de parte de los partidos y movimientos también daba cuenta de ello. El Partido Socialista asumió el año 67 esta opción, el MIR sostiene que solo era válida la vía de la insurrección popular armada. También hubo sectores nacionalistas y protofascistas que utilizaron la violencia política para oponerse a la Unidad Popular, cayendo en el círculo de vicios instalado por las izquierdas en el país.
Por supuesto, el gobierno mismo y las autoridades de la Unidad Popular colaboraron con este clima. Y ante la violencia política, no hubo ninguna pretensión de controlar los ánimos. De pronto, se hizo lo posible por hacer temblar las instituciones. Como todo medio es lícito para lograr la transformación de la sociedad, por supuesto que es posible saltarse la legalidad y disfrazarla para evitar los pesos y contrapesos del ordenamiento jurídico y de la oposición política. Eso se hizo: se desconocieron los fallos de los tribunales, se trató de evadir dictámenes de Contraloría, se utilizaron los resquicios legales, etc. Esto fue denunciado por el Congreso -en un acuerdo que hoy algunos pretenden esconder en las profundidades-, la Contraloría y los Tribunales.
Y es aquí donde cabe referirse al problema inevitable de la concepción revolucionaria del socialismo. Como se dijo, el socialismo a la chilena de la UP es el proyecto de planificación global con el que se cierra la era de las revoluciones de los 60 y 70. Nada de lo que pasó en esos años y especialmente durante la UP fue coincidencia, mucho menos una desviación accidental de los anhelos de Salvador Allende y de quienes lo acompañaban en La Moneda. La Unidad Popular tenía el sueño de transformar a Chile en una nación socialista, en línea con Cuba y la Unión Soviética. Y eso, por supuesto, que era un anhelo totalitario, con todo lo que significaba: socializar la propiedad, monopolizar la educación de la juventud, acabar con las instituciones representativas, barrer con los tribunales de justicia y tantas otras medidas que eran de una sola línea. Si en ese entonces la violencia política se volvió un artículo de primera necesidad para los actores sociales, la deshumanización de los adversarios una convicción, y la elusión de la legalidad un medio indispensable para la actividad pública, fue precisamente porque servían al sueño totalitario de la UP.
¿Qué ha pasado hoy que estas tres cuestiones no generan acuerdos plenamente transversales? La lección en materia de DDHH y democracia fue bien aprendida por todos los sectores, pero cuando se trata de utilizar los medios pacíficos de acción política, dentro de la institucionalidad y con estricto respeto al adversario, pareciera que algunos son ciegos, sordos y mudos. Y dentro de la reflexión histórica ante esta conmemoración no se ha perdido la oportunidad para evitar y desconocer los graves errores cometidos por la UP que costaron caro a Chile. Incluso sus defensores han renunciado al derecho a desmentir y corregir, quedándose en una vaga reivindicación del espíritu de Allende y la UP. Eso aporta poco a una conmemoración seria, e incluso pone en riesgo los consensos que sí se lograron alcanzar, o al menos los tensiona.