El director de estudios de la Fundación P!ensa reflexiona sobre las evaluaciones gubernamentales y postula que los valores comúnmente percibidos como positivos podrían no ser reflejo de una gestión exitosa. "Ha sido malentendida como la agilidad para configurar medios, ya sea leyes, políticas o presupuestos, mientras que los resultados de dichos medios han sido relegados a un segundo plano", dijo.
Atrapados constantemente en la vorágine de la contingencia y el apretado calendario electoral, nuestras autoridades carecen de incentivos para pensar en el largo plazo y se aferran constantemente a cualquier estadística que permita justificar el trabajo realizado.
Así las cosas, se ha vuelto cada vez más común en la opinión pública medir el éxito o fracaso de los gobiernos por el porcentaje de aprobación de su programa legislativo, y las cuentas públicas se han convertido en meras puestas en escena donde el presidente de turno enumera leyes aprobadas, planes de políticas públicas y asignaciones de presupuestos sectoriales. Se dice, entonces, que un gobierno es más exitoso porque logró aprobar un mayor número de leyes, generó más programas para satisfacer una necesidad pública o aumentó en un mayor porcentaje el gasto destinado a una cartera ministerial.
En otras palabras, la eficacia ha sido malentendida como la agilidad para configurar medios, ya sea leyes, políticas o presupuestos, mientras que los resultados de dichos medios han sido relegados a un segundo plano.
Sin embargo, en ocasiones extraordinarias ambos aspectos se entrelazan. A veces la contingencia, la agenda política del momento, está marcada por problemas que surgen como consecuencia del resultado de propuestas impulsadas por gobiernos anteriores, de tal suerte que surge la necesidad de mirar en retrospectiva y juzgar el largo plazo del pasado. Es difícil no hacer ese ejercicio al término de la llamada “década pérdida”, cuando vemos que el país dejó de avanzar hacia el desarrollo y, al echar la vista atrás, vemos el mismo común denominador: las reformas del segundo gobierno de Bachelet.
Un gobierno celebrado en su momento por haber aprobado algunos de sus más emblemáticos proyectos, aunque a la larga trajo efectos que hoy tienen empantanado al país en al menos tres dimensiones: crecimiento económico, calidad de la educación e ingobernabilidad política. En resumen, un gobierno relativamente eficaz en la generación de medios, pero ineficaz en sus resultados.
Respecto al crecimiento económico, el reciente informe de la Comisión Marfán convocada por el Ministerio de Hacienda presenta resultados que son lapidarios. Chile fue el único país de la OCDE que aumentó su impuesto corporativo en lo que llevamos de siglo y la reforma tributaria impulsada por la exmandataria le terminó costando al país alrededor de ocho puntos del PIB. A la larga, la reforma no solo frenó el crecimiento económico, sino que además recaudó menos de la mitad de lo proyectado. El gusto de nadar a contracorriente de los países desarrollados ha llevado a que el gobierno de Boric proponga una disminución de este impuesto en dos puntos porcentuales, sin perjuicio de que la comisión de expertos ha sugerido una rebaja más agresiva que difícilmente ocurrirá.
En segundo lugar tenemos el problema de la educación pública, cuya deficiencia la hemos podido apreciar a raíz de las resultados de la última PAES. En esta línea, dos de los principales ejes de la reforma al sistema de educación de la exmandataria, la Ley de Inclusión Escolar y la desmunicipalización de la educación pública, han mostrado resultados sencillamente mediocres. Y es que, lejos de cumplir con la promesa de una mejor calidad y equidad en la provisión de los servicios educativos, hoy la brecha entre la educación pública y privada parece más grande que nunca. 97 de los 100 establecimientos con mejor rendimiento en la PAES corresponden a colegios particulares pagados. Los “liceos emblemáticos” brillan por su ausencia y a nivel territorial la brecha entre la capital y las regiones limítrofes está lejos de disminuir; mientras los mejores resultados se concentraron en la Región Metropolitana, en la parte baja destacan las regiones de Arica y Parinacota y Tarapacá. Estas últimas solo superaron el rendimiento de la región de Atacama, donde hubo un paro de profesores que se extendió por más de tres meses afectando a más de 30 mil alumnos. Paralización que, vale la pena mencionar, surgió como respuesta a la cuestionable instalación de los nuevos SLEP.
En resumen, de la promesa de quitarle los patines a los estudiantes ricos, la reforma terminó por cortarle las piernas a los de más escasos recursos.
En tercer lugar está el problema de la ingobernabilidad del sistema político. En abril de 2015 se anunció con bombos y platillos la aprobación de la ley que estableció el nuevo sistema electoral proporcional y aumentó el número de diputados y senadores a 155 y 50, respectivamente. Durante la firma del decreto de promulgación, la expresidenta señaló: “Podemos comenzar ahora una nueva etapa en nuestra historia, la etapa en que políticos y ciudadanos reconstruyamos las confianzas mutuas que son la base de nuestra convivencia y nuestra gobernabilidad”.
Nada más lejos de la realidad. A ocho años de la reforma, el sistema político se caracteriza hoy por su fragmentación y, con 22 partidos políticos representados en el Congreso, la formación de mayorías parlamentarias y la celebración de acuerdos se ha visto dificultada. Un problema que han sufrido presidentes de distinto signo político y cuya oportunidad de corregir desaprovechamos en dos procesos constitucionales consecutivos.
¿Cuánto le costará al país volver a la senda del desarrollo luego de una década pérdida? Difícil saber. Y es que a los problemas mencionados se suman otros de igual magnitud, como la crisis de seguridad y el inminente colapso de las isapres, los cuales requieren atención urgente. Con todo, quizás un primer paso – necesario, pero insuficiente- consista en analizar las discusiones de esos años y exigir mayor rigurosidad en el diseño de las políticas actuales. Porque si bien los malos acuerdos sirven para mostrar algo de gestión, al final los platos rotos los terminan pagando otros.