El investigador P!ensa y académico UAI reflexiona sobre la fragmentación entre la élite y la ciudadanía, y sobre el "ineficiente" desempeño de las instituciones políticas para asegurar la protección de la ciudadanía. "Quizás valoramos y deseamos la acción de nuestras policías porque, de alguna u otra forma, las instituciones políticas han sido ineficientes en la protección que merecemos", opina en su columna.
Hace cuatro años, en su libro El pasillo estrecho, los célebres autores Daron Acemoglu y James Robinson nos compartieron la historia del artículo 15 de la Constitución Congolesa. Solo a modo de antecedente, los investigadores nos recuerdan que la República del Congo ha sido considerada por muchos como un ejemplo clásico de anarquía. En concreto, el país africano ha debido enfrentar —al menos— diversos problemas de ingobernabilidad, un Estado de Derecho deficiente, alta corrupción y una serie de instituciones extractivas. En ese contexto, los congoleses tienen una broma, pues declaran haber tenido seis constituciones en los últimos 60 años, pero todas con un mismo artículo 15 que es bastante simple: “Arrégleselas usted solo” (Débrouillez-vouz).
Como bien explican Acemoglu y Robinson, esta broma congolesa dice bastante sobre algunas de las tensiones que se viven a nivel global. Las constituciones están pensadas, de hecho, para resolver conflictos, proteger a sus ciudadanos y asegurar una serie de servicios públicos que permitan a todos ellos alcanzar su plenitud. Por lo mismo, la mera existencia de una constitución se explica, precisamente, para que no tengamos que “arreglárnoslas” por nosotros mismos. En el caso particular del Congo, el asunto es bastante más complejo que una mera declaración, relacionándose más bien con la incapacidad del Estado de hacer que las instituciones funcionen. Y es que el verdadero artículo 15 sugiere que “las autoridades públicas son responsables por la eliminación de la violencia sexual”. Sin embargo, la ONU describe al país como la capital de las violaciones en el mundo.
No está de más advertir que la realidad de Chile —por mucho que algunos afiebrados sostengan lo contrario— está bastante lejos de la experiencia recién descrita. No vivimos en un Estado fallido ni menos en anarquía, y nuestros servicios básicos (algunos con muchas deficiencias) son efectivamente provistos por el Estado. Esto, sin embargo, no nos exime de reflexionar sobre las tensiones que se desprenden del ejemplo en cuestión. Al respecto, me permito compartir solo dos puntos.
El primero se relaciona con la legitimidad que, en la actualidad, tienen las instituciones políticas que nos gobiernan en Chile. No es ninguna novedad que seguimos atravesando por una crisis relevante que, en algunos aspectos, se ha pronunciado en los últimos dos años. Lo que sucede con el mismo proceso constituyente en curso es una clara muestra de algunas de estas variables. La ciudadanía no está interesada, no se siente informada y no tiene muchas expectativas de que un nuevo orden constitucional —que, en definitiva, nos debiese proteger y asegurar condiciones necesarias para nuestro desenvolvimiento— tenga un impacto positivo en sus vidas. Leyendo las cifras en conjunto, en lo actitudinal pareciera existir una sensación bien similar a la del referido artículo 15: “Independiente de lo que se discuta en el Consejo, los chilenos debemos arreglárnoslas por nosotros mismos”. En nuestro caso, esta idea quizás no se relaciona necesariamente con un deficiente Estado de Derecho, sino más bien con la continua fragmentación entre nuestra elite y la ciudadanía, con las potenciales consecuencias nefastas que en varias ocasiones han sido advertidas.
Y el segundo punto se relaciona específicamente con el asunto de la protección. Tampoco es novedad que como país atravesamos una crisis de inseguridad evidente. La delincuencia, por lejos, se ha transformado en el tema más importante para los ciudadanos, por lo que nuestras autoridades han reconocido el carácter urgente de la problemática. Lo que sí es algo más novedoso es la forma en que eso se ha traducido en una propensión al orden. En lo concreto, hoy parece bastante más deseable que hace dos años las labores que realizan distintos órganos que combaten las incivilidades y el crimen. Los recientes datos de la encuesta de P!ensa nos ayudan a visualizar este fenómeno. Justo después del estadillo social, Carabineros de Chile gozaba en la región de Valparaíso con un nivel de confianza que alcanzaba un bajo 30% (situándose en el 10º lugar de las instituciones consideradas). Hoy, solo 3 años después, sus niveles de confianza alcanzan un 57% (situándose en el 2° lugar, solo superada por Bomberos). Este aumento en la credibilidad se extiende a la Policía de Investigaciones (3° lugar) y a las Fuerzas Armadas (4° lugar). Sin duda, esta situación ha sido advertida por el Ejecutivo. Quizás por lo mismo hemos visto a nuestro presidente de la República transitar curiosamente de El Cóndor (de los Fiskales) a Los viejos estandartes.
Esta creciente valoración de acción policial puede ser mirada desde distintas aproximaciones. Una interpretación positiva nos habla de instituciones que han alcanzado cierto grado de consolidación y reconocimiento. Por los mismos factores que ya hemos compartido, se trataría de una tremenda noticia el hecho de que la confianza en nuestros órganos públicos (y en particular aquellos que tienen el monopolio de la fuerza) esté fortaleciéndose. Después de todo, la confianza es un buen signo de la salud de nuestro sistema democrático. Pero una interpretación menos feliz se relaciona con el contrafactual. Quizás (y solo quizás) valoramos y deseamos la acción de nuestras policías porque, de alguna u otra forma, las instituciones políticas han sido ineficientes en la protección que merecemos. Tal vez, en la visión de algunos, ni la Constitución, ni el Congreso, ni nuestras autoridades políticas han sido capaces de enfrentar y resolver los diversos problemas que nos aquejan. Y frente a eso, entonces, no quedaría más que descansar en las instituciones que nos aseguran esa protección que “la política” no nos ha entregado.
A mi juicio, los dos problemas descritos no solo hablan de esa tensión permanente entre el Estado y la sociedad, sino que también del (complicado y no asegurado) rol de la libertad en la consecución de un desarrollo que ofrezca protección a sus ciudadanos. Este es un asunto al que debemos poner especial atención, especialmente si consideramos la baja valoración que los chilenos tienen de la democracia como forma de gobierno. Pero bueno, quizás eso último es motivo para otra columna.