El investigador de Fundación P!ensa y académico de la UAI dice que "la catástrofe debe también comprenderse en un contexto complejo de decadencia" marcado por dos etapas: una a raíz de las consecuencias propias de la “modernidad” y otra más bien política. "Cuando pase el incendio, entonces, habrá que hacerse cargo de esa otra catástrofe. Quizás menos urgente, pero no por eso irrelevante", comenta en su columna.
De momento, serían 132 los fallecidos por el fatal incendio en la región de Valparaíso. Según las autoridades, el costo de la catástrofe asciende al equivalente a la construcción de 10 hospitales como el Gustavo Fricke, algo así como 10 años de FNDR en la zona. Diez mil hectáreas quemadas, lo que se traduce en el 8% de la superficie total del Gran Valparaíso. Esa es la catástrofe que se enfrenta, particularmente en Viña del Mar, la ciudad más afectada por todo lo ocurrido.
Sumado a todo eso, y como bien se ha sugerido desde el día uno, la catástrofe debe también comprenderse en un contexto complejo de decadencia, que en el particular caso de Viña se podría argumentar que se da en distintas etapas.
Primero, Viña ha sufrido quizás las consecuencias propias de la “modernidad”. Desde hace décadas viene gestándose un claro declive de su centro urbano, con éxodo de población y con el cierre de sus pequeños comercios que han debido dar paso a una serie de malls y locales sin alma (como bien explica Hugo Herrera en una reciente columna). Calles literalmente intransitables, comercio ambulante descontrolado y una sensación de inseguridad que despierta la más profunda nostalgia. Es indudable que esa es una realidad, pero también es innegable que no se trata de un patrimonio de la “Ciudad Bella”. Valparaíso, Concepción y el propio Santiago reclaman fenómenos similares, con centros que derechamente empujan a sus residentes, los asfixian y los echan.
Pero también es cierto que existe una segunda etapa en esa decadencia, más bien política y que viene gestándose desde hace al menos una década. La “Ciudad Jardín” desde hace ya tiempo había dejado de serlo, dando paso a una comuna caracterizada por el despilfarro y el mal gobierno. Como si el 80% de votos que por esos días se alcanzaban en elecciones comunales, facultara a sus autoridades a ofrecer gestiones poco transparentes, paternalistas y derechamente ineficientes. Desde allí, creo, uno debiese comprender el ascenso y el triunfo de la actual administración. Desde esos sentimientos de frustración frente a las autoridades y a los tradicionales partidos locales que se mostraron incapaces de ofrecer una salida sensata a una crisis que, de hecho, siempre negaron.
Sin embargo, también existe un tercer nivel en la decadencia, bastante más reciente y que difícilmente es atribuible a administraciones anteriores. La serie de encuestas realizadas en la región por Fundación P!ensa (con el apoyo de IPSOS y Datavoz), nos permite comparar la situación actual con la que se vivía hace solo tres años en Viña del Mar. Hagamos ese ejercicio y veamos algunos datos.
En los últimos tres años, la comuna pasó de tener 439 puntos en el índice anual de calidad vida (sobre 1000) a solo 347. Actualmente, se trata de la segunda comuna peor evaluada.
Respecto a salud, los habitantes de la ciudad pasaron de evaluar la calidad de los servicios con un 37% de menciones positivas, a solo un 24%. Respecto a la disponibilidad de servicios de urgencia, la cifra bajó de 29% a 16%.
Hablemos de educación (en pleno proceso de desmunicipalización). Los habitantes pasaron de evaluar la disponibilidad de educación preescolar con un 43% de menciones positivas, a un 26%. En el caso de educación básica, la cifra bajó de un 51% a un 28%. Y en el caso de la educación superior, de un 51% a un 28%.
Respecto a seguridad, el 24% de los habitantes de Viña del Mar declaraba hace tres años sentirse seguro en su ciudad, mientras que hoy esa cifra solo alcanza el 15%. Respecto a la sensación de seguridad en el metro (solo por dar otro ejemplo), la cifra bajó de un 50% a un 25%. Además, el 34% de los viñamarinos declaraba sentirse seguro en sus parques, mientras que hoy es solo el 15%.
Por cierto que el declive reciente también afecta el entorno urbano. Hace tres años, el 35% de los habitantes estaba satisfecho con los basureros públicos, mientras que hoy es solo el 17%. Respecto a equipamiento, en la actualidad el 21% los evalúa positivamente, cuando hace tres años la cifra alcanzaba el 36%.
En transporte y movilidad la situación es similar. Mientras que hace tres años el 29% de los habitantes de la ciudad jardín evaluaba positivamente la frecuencia de micros, hoy esa cifra llega solo al 16%.
En fin, los resultados que comparto no son para buscar culpables, sino simplemente para constatar la forma en que el viñamarino está ejerciendo su ciudadanía. Después de todo, de eso se tratan esos servicios descritos, de otorgar las condiciones mínimas para que podamos vivir en comunidad y desarrollarnos en plenitud.
Y acá creo que no nos podemos perder. Es indudable que hoy todos los esfuerzos deben estar en enfrentar la tragedia reciente, recuperar el ánimo y emprender la dura tarea de la reconstrucción material y moral de la comuna. En eso debemos estar todos de un mismo lado. También es innegable que, una vez enfrentada la urgencia, habrá que hacerse cargo de varios problemas técnicos de fondo, que de alguna u otra forma están imposibilitando que podamos dar respuesta a estas catástrofes de buena forma. Pero cuando también pase eso (o quizás en paralelo), no debemos olvidar que la decadencia de nuestra ciudad alcanza algunas dimensiones bastante más profundas.
Muchos de los afectados por el megaincendio—que hoy deben enfrentar el luto y las pérdidas—son vecinos que se encuentran lejos de la vulnerabilidad, pero bastante cerca de la marginalidad. La relación que tienen con la ciudad es difícil, con experiencias que son día a día problemáticas por los servicios deficientes que se les ofrecen. Eso, créanme, acumula frustración y una sensación creciente de que no son ciudadanos relevantes para el sistema político. La evidencia muestra que ese es el drama que se vive en los sectores altos de Viña y Valparaíso—algunos hoy azotados por la emergencia—, afectando aspectos actitudinales que son bastante difíciles de abarcar.
Cuando pase el incendio, entonces, habrá que hacerse cargo de esa otra catástrofe. Quizás menos urgente, pero no por eso irrelevante.