El subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) reflexionó sobre el borrador de la nueva Constitución. "Si de lo que se trata todo esto es de recomponer nuestras fracturas sociales, o al menos de poner las bases para hacerlo, lo cierto es que faltaron varios ladrillos para construir esa casa común", sostiene.
Ahora que ya tenemos un primer borrador de Constitución, cae la pregunta de si es un instrumento útil para superar la crisis en que estamos inmersos. Una de las formas de hacerlo es examinando su calidad jurídica: ¿crea un poder político eficaz? ¿Está a la altura de los desafíos institucionales del país? ¿Sirve para resolver los problemas expuestos en octubre de 2019 como una herida sangrante? Este es el tipo de interrogantes que seguramente abordarán los especialistas durante estos días.
Otra forma de evaluar el proceso es preguntarse si acaso cumplió con las promesas que justificaron el itinerario constitucional. Entre ellas, una de las que más resonaron era la posibilidad de “construir una casa de todos y todas”.
Hace algunos días, sin embargo, el académico Domingo Lovera realizó una interesante crítica a cómo se utilizó el concepto. Desde su punto de vista, era engañoso pedirle al proceso una casa de todos, pues no se podían reflejar todas las opiniones en el texto final. Más bien, solo se podía hablar de “casa de todos” en un sentido procedimental. Es decir, la evaluación debe hacerse sobre la base de las posibilidades de participación haya habido en el proceso. La Constitución sería democrática si “nuestros diferentes sentidos de justicia han sido respetados procedimentalmente, aunque estos no se hayan abrazado finalmente por la mayoría”. Esto no agotaría el análisis, pero sí pareciera ser su dimensión más importante.
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Los argumentos de Lovera no dejan de ser persuasivos. ¿Cómo, si no es por un procedimiento, podríamos ponernos de acuerdo en sociedades complejas como la nuestra? No obstante, si analizamos el argumento, la posición del académico es incompleta y parece sostener una idea precaria de la legitimidad de la nueva Constitución. Pero no nos adelantemos. Hay una primera debilidad en el argumento: sostener que la “casa de todos y todas” lo sería porque se respetó un procedimiento donde teóricamente podíamos ser escuchados, no parece hacerle justicia a la promesa de un texto en que todos nos sintiéramos reflejados, que uniera al Chile fracturado.
Lo decía la fundación La Casa Común, de Fernando Atria: “Al ganar el Apruebo y la Convención Constitucional nos permitimos entre todas y todos soñar un nuevo Chile. Uno creado a partir de un proceso de diálogo, democrático y paritario, que contenga todas las visiones”. Por frases como esta, es difícil negar que el cambio en la idea de la casa compartida haya influido en el aumento del Rechazo en las encuestas.
Pero la posición no solo es débil por incumplir esta promesa. Todas las campañas tienen una cuota de exageración para persuadir a los votantes, pero su problema principal radica en que la legitimidad del pacto social no descansa ni podría descansar solo en el procedimiento. Que la casa sea de todos y todas supone también un concepto sustantivo, como han reconocido distintos autores.
Desde vertientes muy distintas, Pierre Rosanvallon, Tom Tyler y Arthur Applbaum reconocen que siempre faltará algo más que el puro procedimiento para que el edificio quede completo. Incluso, visiones de la legitimidad que enfatizan la relevancia del procedimiento, como la de Tyler, suponen un componente clave: que se perciba cierta justicia en las instituciones. ¿Ha estado a la altura nuestro proceso constituyente en este aspecto? ¿Se han hecho esfuerzos suficientes para incorporar las diversas voces ciudadanas? ¿No ha existido un sesgo en las voces escuchadas? ¿Ha habido oportunidades iguales de participación para todos los sectores? Las respuestas a estas preguntas son un gran signo de interrogación, incluso si aceptamos la premisa procedimental del profesor Lovera.
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Un texto que la ciudadanía no sienta como propio será frágil frente a las contingencias que depara el futuro, y quedaría lejos de resolver nuestro problema constitucional, como suponen el propio Lovera y otros intelectuales, como Javier Couso. Sería miope pensar que la apropiación ciudadana no incluye ciertos contenidos con los cuales esta empatice. Más todavía, si consideramos que la Convención trabaja en un país con una aguda crítica a todo tipo de élites y un rechazo a la mediación política, junto con la agria disputa entre diversas identidades en el espacio público.
A poco más de un mes para que termine el proceso y comiencen las campañas para el plebiscito, sigue quedando la amarga sensación de que el proyecto constituyente no logró uno de sus grandes objetivos. Si de lo que se trata todo esto es de recomponer nuestras fracturas sociales, o al menos de poner las bases para hacerlo, lo cierto es que faltaron varios ladrillos para construir esa casa común. Resignarnos al procedimiento solo profundiza la amargura. Algo que, curiosamente, omite el profesor Lovera.