Columna de Rodrigo Pérez de Arce: Boric y el orden público

Por Rodrigo Pérez de Arce

10.11.2021 / 13:37

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En su columna, el subdirector de Desarrollo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) dice que hay un "vacío" sobre la problemática del orden público en el discurso y en el programa presidencial de Gabriel Boric. "Sin una agenda adecuada para controlar las manifestaciones de violencia, su programa transformador será sencillamente imposible", advierte.


El orden público es un concepto difícil de definir, entre otros motivos porque involucra visiones políticas antagónicas respecto de su contenido y de las maneras para resguardarlo. Las derechas parecen tener un discurso más o menos claro sobre esto, mezclando mano dura y pantalones bien puestos como remedio a los disturbios, actitud que cobra bastante fuerza en el programa de José Antonio Kast. Esa perspectiva apunta a problemas reales, sin embargo, resulta bastante limitada, como desarrollamos en otro texto.

Con todo, lo cierto es que la violencia que observamos luego del 18 de octubre de 2019, y que se ha mantenido de manera intermitente a lo largo de estos dos años, exige una respuesta. Lo mismo sucede en la macrozona sur, donde, a pesar de la intervención de las Fuerzas Armadas para complementar la labor de las policías, se mantienen vigentes diversos focos de violencia, terrorismo y descontrol. Las agresiones a civiles y carabineros, las cuantiosas pérdidas materiales, la destrucción del espacio público y la imposibilidad de transitar por porciones no menores de nuestras ciudades terminan cristalizando en una demanda por orden, de restaurar los mínimos de tranquilidad indispensables para la vida. Por lo mismo, parece un sinsentido el vacío sobre este tema que se observa en el discurso y en el programa presidencial de Gabriel Boric. El control del orden público ha demostrado ser hoy una preocupación central para los chilenos, que requiere mucha más atención que la que recibido hasta ahora.

Por cierto, el problema entre la izquierda y el control del orden público es de larga data. De hecho, sobran los ejemplos recientes; partiendo por Maite Orsini, que en un ejercicio de frivolidad rayano en lo absurdo, postulaba que los daños en las protestas y saqueos eran simples “cositas materiales”. No se trata de meras palabras, ni tampoco únicamente de declaraciones muy desafortunadas (del tipo “¿cómo quieren que no lo quememos todo?” de Catalina Pérez, a la sazón, presidenta de Revolución Democrática). De lo que se trata es de una relación más profunda y conflictiva con el tema. En otros casos, se acepta la violencia callejera por sus resultados beneficiosos. Este fue el caso de Fernando Atria, que termina coincidiendo con la derecha más dura al establecer el origen próximo, el antecedente inmediato del proceso constituyente, en la violencia de octubre. En otros casos, se evitan las discusiones más acuciantes apuntando simplemente a las causas estructurales de la violencia. Esta dimensión es relevante, pero insuficiente a la hora de controlar sus efectos perniciosos y patológicos para la vida social. Quienes padecen las deficiencias en el orden público son, justamente, aquellos a quienes buscan proteger, los más desprotegidos.

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Lejos de ser una causa de derechas, una agenda adecuada de control del orden público, con pleno respeto a los derechos humanos de los ciudadanos, es condición de posibilidad para el despliegue de cualquier programa de gobierno digno de ese nombre, y sobre todo si éste aspira a impulsar reformas sociales. Esta constatación coincide con el estancamiento del candidato del Frente Amplio y el PC en las encuestas, a medida que estos temas ganan mayor protagonismo en la discusión pública. El aniversario del 18-O marcó un punto de inflexión en este respecto, pues los voceros del candidato, que ya han tenido varios problemas en diferentes flancos, no supieron o no pudieron marcar una mínima distancia con la violencia manifestada en las calles. Ni qué decir de los daños al mobiliario público, a aquellos lugares que deberían reflejar la pertenencia a un espacio común. No se trataba, claramente, de cositas materiales.

La propuesta de gobierno de Boric abusa del vocabulario refundacional, cargando prácticamente todas sus expectativas a tal proceso. Es cierto que la crisis de Carabineros es profunda, y que requiere modificaciones de gran magnitud, pero ese trabajo exige, al menos, una adecuada distinción entre esa institución y la PDI. Algo similar se puede decir respecto del escalafón único que proponen para las policías, el cual dista de ser una herramienta eficaz para asegurar los fines perseguidos. Justamente porque el objetivo es refundar instituciones de larga trayectoria, no basta el voluntarismo empeñoso para hacerlo. Se requiere un trabajo riguroso, ausente hasta ahora en sus pretensiones.

En este contexto, puede decirse que en el mundo de Boric no parece haber un diagnóstico robusto sobre la situación de las policías, más allá de los eslóganes. Veamos algunos ejemplos. Junto con los graves problemas referentes a derechos humanos, como muestra el informe del INDH -el más completo de los conocidos a la fecha-, otro de los problemas visibilizados en la crisis de octubre de 2019 era la escasa dotación de personal para control del orden público. Había pocos efectivos policiales con formación suficiente para desplegarse de manera eficaz en el territorio nacional. Sin embargo, nada se dice al respecto en el programa de Apruebo Dignidad. Algo similar ocurre con el área más sensible del problema de orden público, los referidos DD.HH. Su protección no solo pasa por un contenido teórico en una sala de clases. Más bien, exige formar policías que, en terreno, en sus decisiones concretas, muchas veces en contextos extremadamente complejos, puedan aplicar la fuerza justa. Esto, porque muchos no pueden esperar a que se resuelvan las causas estructurales de esta violencia, agenda imprescindible, pero de largo plazo.

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De ahí que los cambios institucionales (como la correcta propuesta de unificar las labores de seguridad y orden público en un solo órgano de carácter técnico) sean necesariamente complementarios con una agenda de uso razonable de la fuerza e inteligencia aplicada. La mirada institucional de largo plazo es necesaria, pero insuficiente. De hecho, podríamos formularlo así: la consolidación de tal agenda, extendida en el tiempo, requiere un control de la situación actual. La violencia que se reitera viernes tras viernes en la Plaza Baquedano es un obstáculo para ese proceso, y se erige como un adversario formidable para todo el sistema político, incluyendo a la propia Convención Constitucional.

Es de esperar, entonces, que Gabriel Boric logre enmendar el rumbo en caso de obtener la presidencia, aunque implique tomar distancia respecto de algunos lotes afiebrados de su propio sector. Le exigirá la altura que se esbozó en la firma del Acuerdo por la paz y la nueva Constitución, en las horas más oscuras de noviembre de 2019. Fue aquello lo que permitió bajar en parte las pulsaciones de una calle desbordada, que como una marea incontrolable ahogó a nuestras policías, a nuestro sistema político y nuestras vías de resolución de conflictos.

Después de todo, Boric debe entender que, sin una agenda adecuada para controlar las manifestaciones de violencia, su programa transformador será sencillamente imposible. La madurez del político consiste en reconocer la decisión difícil, incluso endemoniada, de ejercer la fuerza para restablecer el orden. Quien no está dispuesto a ello simplemente le transfiere la destrucción a los gobernados.