"Jiles capitaliza el descontento, la rabia, la agresión, mediante símbolos kitsch, pero efectivos. La falta de vergüenza es una aliada formidable para destacar en nuestro escenario, aunque sea a costa de tensar las febles costuras del sistema democrático", dice el abogado e investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).
Cuesta encontrar un personaje político tan disruptivo y que desate tantas pasiones encontradas como Pamela Jiles. Personaje pop antes que dirigente, un cosplay de diputada. Levantada alegremente como candidata por el Frente Amplio –renovación de la política, le dicen–, al cual ayudó sobremanera en la presidencial de 2017: “quemo todas mis naves por Beatriz Sánchez y el Frente Amplio”, dijo en aquella ocasión. Promotora y dueña de los proyectos de retiro de 10% de fondos previsionales (para desazón de todos quienes pretenden subirse al cometa), pensados en último término como una manera mezquina de desmontar el sistema de AFP. Fan del animé, usa los vestuarios y actuaciones de Naruto para celebrar sus victorias en la Cámara y las cámaras. A favor de la pena de muerte cuando las circunstancias lo requirieron; no tuvo empacho en expulsar al subsecretario de la Presidencia, Máximo Pavez, en medio de la discusión de su proyecto emblema, tratándolo de “segundón”; promotora de una acusación constitucional contra Piñera el 22 de octubre de 2019. La Abuela, posible candidata presidencial de la oposición. La Trump chilena, como la han bautizado algunos, en un intento por aprehender un fenómeno tan urgente como escurridizo.
Es grande la tentación de compararla con Trump. Personajes venidos de la farándula, sin gran consistencia ideológica, que revientan los mecanismos formales de frenos y contrapesos, y se llevan por delante las normas escritas y tácitas de la política. Pero la etiqueta puede ser engañosa: hoy trumpizar a los candidatos implica una salida demasiado fácil para nuestros dilemas. Es indudable que Jiles presenta un dilema peligroso para la tensa democracia chilena, pero hay algo que entender en el modo de hacer política de la Abuela. Justamente lo que no hizo el mainstream norteamericano con Trump.
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No es casual que provenga de la televisión de espectáculos. La farándula anticipó a las redes sociales, pues funcionan bajo un principio semejante: hacen de la vida privada un commodity, algo que se muestra lascivamente para ser consumido, levantando lo que fuera con tal de generar un par de puntos de rating. Jiles se mueve como pez en el agua en la cultura audiovisual, donde la coherencia vale menos que el impacto, donde el personaje y la noticia mandan. Y vaya que ha sabido hacerlo.
Poner de cabeza al sistema no es tarea fácil, requiere de un talento que escasea en los partidos. Jiles profita de la destrucción que los propios políticos promovieron, transformando la política en un desguazadero, un tironeo inconducente, una fábrica de escombros, donde la construcción con renuncias, consustancial a la política, es mal vista. Cualquier atisbo de vida que apareciera en ese panorama, aunque fuera disparatada y vestida de plumas, sería una apuesta ganadora. Era la promesa que el FA no supo cumplir, a diferencia de Jiles.
Pero Jiles no es solo un síntoma del vacío que caracteriza a nuestro alicaído sistema político. Ella es también la candidata de los decepcionados, de quienes ven cómo la política se volvió autorreferente, sosa, chata y predecible. Si podemos extraer un programa del humo de su extravagancia, sería algo como lo siguiente: cuestionar la idea de que siempre ganarán los mismos. No por nada es representante de un distrito mayormente popular, apelando a los “sinmonea”, jóvenes –nietitos– de estratos medios y bajos que no encuentran eco en las instituciones formales. Los mismos que actúan como patota cuando su lideresa los manda a cuestionar a algún oponente en redes sociales. En algún sentido, su irrupción coincide con lo que vimos en la película Wall-E: quienes debían comandar el sistema yacen casi sin excepciones plácidos en sus asientos, incapaces de moverse por sí solos, achanchados, sin ver la dignidad y la urgencia de lo que se juega en la política. La crítica corre tanto para derechas como izquierdas: la ausencia de un reformismo decidido sobre las instituciones heredadas en las primeras, así como la abjuración irreflexiva de su propia obra las segundas, hacen que haya poco margen para defender lo mucho de bueno que hay en el país (la vacunación masiva no salió de la nada). Solo un puñado de ilusiones añejas de lado y lado, que no bastan para un programa de gobierno ni para movilizar la acción política.
Mal que nos pese, Jiles capitaliza el descontento, la rabia, la agresión, mediante símbolos kitsch, pero efectivos. La falta de vergüenza es una aliada formidable para destacar en nuestro escenario, aunque sea a costa de tensar las febles costuras del sistema democrático. Capta la dimensión teatral de la política y la acerca a sus espectadores, una síntesis que hoy por hoy nadie es capaz de provocar. Utilizando los conceptos de la historiadora Josefina Araos, la candidata logra establecer una relación con su base, a partir del reconocimiento mutuo, potenciada por las transferencias directas de dinero (del bolsillo propio, pero directas, a fin de cuentas) a sus electores. Esto, a pesar de las nefastas consecuencias para la política, caída en la droga dura de los retiros de 10%, la pura teatralidad sin fondo, la pose que esconde que tras el biombo no hay, realmente, nada.
La idea de cercar a la candidata con un “cordón sanitario” es tan débil como la de plegarse acríticamente a su movimiento, como hicieron, por ejemplo, Matías Walker o Gabriel Silber. Fuera de esas estrategias, podemos ver dos caminos para enfrentar el surgimiento de un liderazgo que llegó para quedarse.
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El primero es oponer un proyecto igual de teatral, pero de signo contrario. Es la tesis que han sostenido ciertos grupos que ven la arena política como escenario de una guerra cultural sin cuartel, en la cual cualquier concesión se transforma en una batalla perdida, en una oportunidad para que el enemigo aplaste las propias convicciones. El segundo, más difícil y trabajoso, es preguntarse por la parte de verdad que denuncia Jiles y enfrentarla de un modo consistente con los ideales e instituciones de la democracia occidental. Hay mucho paño por cortar en este aspecto, partiendo por reconocer la dramaticidad del momento actual. La desconexión entre élites partidarias, económicas y culturales, denunciada por muchos estudios, es un punto de partida para reparar esa herida. Pensar en rehabilitar las instituciones que hacen frente a la pérdida de sentido, que llenan matinales y redes sociales, es otro. Crear reglas justas y que sean percibidas como tales es otra tarea urgente para enfrentar la anomia que se hace lugar común en nuestra escena pública.
Tomarse en serio lo anterior levanta preguntas difíciles: ¿Hasta qué punto hay que recuperar una parte performativa y simbólica de la política? ¿Cómo se hace cargo el sistema actual de las vicisitudes sociales y económicas en una cultura audiovisual? ¿Qué lenguajes nuevos deben aparecer para sanar la fractura? Y la más terrible de todas para sus críticos: ¿qué pasa si, en el fondo y pese a sus múltiples problemas, en la denuncia de Jiles hay algo de verdad?