El abogado e investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad ve con preocupación como el personalismo de ciertas figuras en la arena política ha colmado el escenario actual en desmedro de los partidos. Ante esto, se pregunta: "¿tienen estos, a fin de cuentas, algo que ofrecer a la sociedad más allá del reality show, de las figuras?".
Con el presidente neutralizado, abandonado en general por su propia coalición y la ciudadanía, y enfrentado a una oposición que baila al ritmo de Pamela Jiles, la sensación de crisis parece ser total. Ahora bien, a pesar de la gran responsabilidad que le cabe al gobierno y al primer mandatario –respondiendo tarde y mal–, cabe dar un paso atrás y preguntarnos por las características de esta crisis. Cualquier observador de nuestra política puede constatar su bloqueo, el predominio de la pelea de poca monta, la cuchillada por la espalda. Sobre todo, campea entre nuestros representantes un espíritu de trabajar para sí mismos, sin atención a ningún proyecto colectivo más sustancioso que apedrear al rival de turno, sea el gobierno, los superricos o las AFP.
Intuyo que no se trata solo del egoísmo de los parlamentarios, sino que sus causas se incuban más bien a nivel de sistema. El conjunto de los partidos está en una crisis generalizada, que hará muy difícil que cualquier gobernante pueda promover alguna agenda, y que tendrá en riesgo al país por un tiempo no despreciable. Por esto, enfrentar dicha crisis de los partidos debería ser una preocupación de todos los actores. Pero, más bien, lo que prima es la ganancia en el corto plazo, al costo que sea. Tiene causas variadas, algunas de las cuales son archiconocidas: el voto voluntario, el redistritaje del país, el fragmentado sistema electoral que no encaja bien con nuestro sistema político y la baja en la participación electoral. Pero no es todo.
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No podemos dejar de constatar que venimos de un ciclo en que dos presidentes gobernaron de manera más o menos explícita sin apoyarse en los partidos de su coalición. Tanto Bachelet como Piñera eligieron un camino solitario, más bien instrumental con sus propios conglomerados. Esto se hizo particularmente notorio en sus respectivos segundos mandatos, en los cuales impulsaron coaliciones anecdóticas para recapturar el poder. Sus figuras, ya probadas, eran prenda de garantía electoral, y daban certezas a las máquinas partidarias, deseosas de recuperar el botín burocrático. Esto volvió, como decíamos, casi irrelevantes a los partidos, reduciéndolos a poco más que un vehículo formal para subir al candidato o candidata. Huelga decir que ambos casos terminaron mal para las coaliciones: peleas internas, falta de claridad de la política de alianzas, programas no leídos ni cumplidos, pasadas de cuenta estuvieron –están, en estricto rigor– a la orden del día.
De algún modo, los partidos se volvieron irrelevantes y en ello arrastraron a sus miembros. La irrelevancia es una mala compañera: ya hemos visto cómo los candidatos irrelevantes de lado y lado han tendido a declaraciones inflamables e inconducentes. Esto ha hecho que personajes que pertenecen a partidos institucionales, como Paula Narváez o Ximena Rincón, que en un principio podrían haber oxigenado el panorama, hayan elegido el camino de la confrontación para rentar unos pocos votos. Por otra parte, los nuevos conglomerados –Evópoli, el Frente Amplio, los Republicanos– resultaron no ser tan nuevos, ni en sus ideas ni en su vinculación con los ciudadanos. Cada uno con sus bemoles ha tenido muchas dificultades para consolidarse como una alternativa sólida a los partidos tradicionales. De cara a la ciudadanía parecieran ser lo mismo en otro frasco, dándoles escaso margen para abrir la cancha, escamoteando rostros para ganar algo de popularidad.
Al no contar con reflexión o estructuras que permitan un camino colectivo, toda la atención se vuelve hacia los rostros. Centrar la política exclusivamente en el personaje-candidato y sus peleas es pan para hoy y hambre, mucha hambre, para mañana. Esto sucede porque los partidos como tal pierden los puntos de contacto con la sociedad. No logran captar adherentes ni militantes, agudizado tanto por los bullados casos de financiamiento ilegal de la política, como también por la incapacidad de dar la vuelta larga y pensar en qué proponer a la ciudadanía, más allá de una lista de medidas y programas. Rescatar la dimensión doctrinaria de la política es una prioridad, sobre todo cuando la Convención Constitucional tendrá que discutir sobre aspectos sustantivos de nuestra vida en sociedad.
La pregunta podría formularse del modo siguiente: ¿tienen los partidos, a fin de cuentas, algo que ofrecer a la sociedad más allá del reality show, de las figuras? Un posible camino de salida es recuperar la conciencia respecto de qué función cumplen en una democracia. Ellos canalizan las demandas ciudadanas en formas institucionales, dan forma a aquello que se expresa de modo difuso en la sociedad, logrando puntos de acuerdo entre quienes piensan distinto. Eso se hace mediante la gestión del poder que radica en las instituciones, y son elegidos para ello por la ciudadanía. Para eso, requieren estar insertos en la sociedad. Pero no hay que confundirse: los partidos políticos no son lo mismo que los movimientos sociales, sino que justamente ejercen una mediación entre distintos actores. Por eso, todos los sectores deben resistir la tentación de ser una mera caja de resonancia y, en suma, mediar, lo cual exige un esfuerzo interpretativo parecido al arte. Por lo demás, es la propia supervivencia de los partidos la que está en juego. No es poco, pero no se puede pedir menos en estas horas oscuras.
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Si no basta la apelación a cierta altura republicana que parece esquiva en nuestro ambiente, valga la siguiente prevención. La desintegración del tejido político no es un juego, no es una broma: procesar nuestras diferencias mediante instituciones es la única manera de neutralizar la amenaza de violencia que siempre ronda a la democracia. Si la política tiene cierta primacía sobre el resto de las actividades humanas, su bancarrota repercute en todos los demás ámbitos de la sociedad y vuelve difícil nuestra convivencia. El pasado reciente de nuestro país nos recuerda las dolorosas consecuencias de horadar lo político sin pensar en las consecuencias ulteriores de ese camino. Defender y cuidar la democracia también implica proteger sus instituciones y formas, pues es en ellas donde renunciamos a intimidar en pos de persuadir. Esto es particularmente cierto respecto de quienes más sufren las consecuencias de la mala política, quienes dependen vitalmente del buen funcionamiento del Estado y sus instituciones, los más pobres y postergados de la sociedad.
Puede que hoy parezca que la desarticulación del gobierno de Sebastián Piñera sirve para mantener cierta unidad opositora, o que sea un objetivo deseable para obtener alguna ventaja electoral en la Convención. Hoy, todo el edificio se tambalea y parece no haber esperanzas para salir del desenlace siniestro que avizoramos, es cuando se debe volver a las preguntas centrales sobre el poder, aunque sea un amague para enfrentar la discusión constitucional. No faltan ejemplos. Quizás conviene recordar las palabras de Alexis de Tocqueville, que por 1848 enfrentaba un escenario similar: «Celebráis que haya sido derribado el gobierno, pero ¿no os dais cuenta de que es el poder mismo el que está por los suelos?».