Columna de Rodrigo Pérez de Arce: Pelota al piso

Por Rodrigo Pérez de Arce

26.05.2021 / 17:30

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El Investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) reflexiona respecto a la derrota que sufrió la centroderecha en las elecciones del pasado 15 y 16 de mayo, asegurando que el discurso propuesto ha sido "desanclado, aséptico y desarraigado de problemas y territorios" y que para buscar resultados diferentes, "no basta con repetir el mismo guion".


Consumada ya la derrota del sistema político tradicional en la elección de convencionales, cobradas las cuentas respectivas y acelerado el proceso de deterioro que se vislumbraba en varios partidos, cabe detenerse a examinar el descampado en que muchos quedaron sumidos. Como el emperador del cuento de Hans Christian Andersen, nuestros partidos políticos iban desnudos. Y la elección no cumplió otro rol que señalar ese autoengaño. El golpe, sobra decirlo, fue más duro para la centroderecha, que en otros términos hoy reedita la vieja disputa entre autoflagelantes y autocomplacientes que cruzó a la Concertación casi desde sus inicios.

Para el oficialismo, la discusión que abrieron las elecciones de mayo dista de ser trivial. Cierto grupo con pretensiones hegemónicas se ha desplegado rápido —inmediatamente, si tomamos en cuenta algunas declaraciones apenas se conocieron los resultados—, tomando como referente lo sucedido en la comunidad de Madrid, en España. Ahí, la derecha sin apellidos logró un triunfo rutilante pero que, como ha señalado John Muller, tiene peculiaridades que lo alejan de nuestra situación. El Partido Popular en Madrid era oposición al gobierno general, e hizo su campaña basándose en la tensión entre las medidas restrictivas de Pedro Sánchez, socialista, y su programa. Esto demuestra que, si algo se requiere, es pensar nuestra realidad concreta, tal como lo hiciera Isabel Díaz Ayuso, la candidata española.

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En otras palabras, llega el momento de analizar un itinerario hacia adelante. Este es justamente el momento del “pare, mire y escuche”. A pesar del atendible pánico que puede haber en la derecha, de su desconcierto, ¿qué tiene que ofrecer este sector frente a la rabia, el verdadero enojo, la frustración que innumerables estudios destacan en la población? ¿Cómo lidia el oficialismo con la inmensa incertidumbre en que tantos viven a lo largo del país? ¿Se trata, simplemente, de apretar los dientes y el acelerador para salir del hoyo? ¿Se puede superar la debacle sin mediar una autocrítica?

Como cualquier pregunta compleja, no tiene una salida fácil: el problema tiene diversas caras. Una es la crisis de la democracia liberal en Occidente. Cada país la sufre de modo particular, pero vemos, con frecuencia casi diaria, los límites del sistema. Colombia, Líbano, Hong Kong, Estados Unidos, Brasil, Inglaterra o Italia han pasado por procesos de distinto signo que han hecho tambalear el régimen vigente, cuestionando las premisas que sostienen al sistema. Es posible que, como ha dicho en varias ocasiones Cristóbal Bellolio, la democracia liberal haya sido más liberal que democrática. Y Chile experimenta precisamente, con sus peculiaridades, la fractura entre el sistema político y la ciudadanía. De hecho, la crisis de la representación es uno de los componentes más agudos de lo que estalló en octubre de 2019: una clase política autorreferente, cerrada en sí misma, desconectada de las grandes mayorías.

Otra cara del problema tiene que ver con las ideas. El proyecto intelectual de la centroderecha actual, por diversos motivos, parece ser demasiado abstracto para adecuarse a las condiciones sociales. Por eso, la actitud “sin complejos” —que, por lo demás, ha sido extrañamente agresiva con el resto del sector— omite el necesario ajuste que supone el contacto con la realidad y se vuelve impotente. No por su convicción, sino porque cree conocer las respuestas de antemano. La constatación anterior coincide con lo que planteó Sergio Willer Daniel, candidato a convencional: “no tardé en comprender que el relato con el que salimos a la cancha era absolutamente insuficiente para superar el 40% que los ideales de la libertad representaron en el pasado reciente”. Un discurso desanclado, aséptico, desarraigado de problemas y territorios tiene poco que decir. No se puede, sin embargo, confundir adaptación con entreguismo. Tener algo que ofrecer al país, algo distinto a las izquierdas, no es lo mismo que ceder en todo. Más bien implica mirar con distancia crítica, comprender los propios límites de “las ideas de la libertad” y actuar en consecuencia.

Una reflexión más aguda sobre el rol del Estado, por ejemplo, puede ser un buen punto de partida. Pero no puede ser simplemente una más de las “modernizaciones” que abundan en el sector, sino pensar en un “Estado responsivo”, más útil en tareas que hoy no logra hacer bien. Defender que el Estado está al servicio de las personas y que éstas deben ser protegidas de los abusos del aparato estatal, exige, justamente, pensar un Estado de tales características. Lo mismo con el viejo principio liberal de defender a las personas de los ejercicios arbitrarios del poder. Tal reflexión, comúnmente asociada a la defensa de los excesos estatales, también puede aplicar para ciertas relaciones de mercado que agobian a las personas, así como a los carteles, monopolios, redes clientelares y empresas que funcionan como verdaderas burocracias estatales.

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Asimismo, es importante pensar el rol de los intermediarios políticos. El discurso de “quitar grasa estatal” repetido como mantra tiene límites, olvidando que muchas veces en el territorio se requiere más presencia del aparato, no menos. Esto nos lleva a otra cara del problema: su dimensión territorial. Aunque algo esbozábamos antes, el contacto con la realidad es una ventana oxigenadora para las ideas. Permite que los discursos abstractos se adecúen a las realidades concretas, que capten las frustraciones de una institucionalidad que no funciona para muchos, que conozcan el malestar objetivo que existe. Crear puntos de contacto entre partidos y realidades locales requiere una modificación de las estructuras partidarias, a fin de crear aquellas redes que permitan el despliegue efectivo de tales organizaciones.

Por último, la derecha tiene que utilizar estas categorías intelectuales y territoriales para pensar en la legitimidad del sistema y de sí misma. Este es, quizá, el atributo más importante que debe buscar. Para hacerlo, no bastan las reglas, sino que debe encarnar el anhelo de cambio —de reseteo, como dicen algunos—, tanto a nivel de ideas como de sus protagonistas. No solo se trata de voceros, meros repetidores de consignas, sino de una representación más parecida al Chile real. No es la panacea, no es toda la solución, pero ciertamente contribuye a reconocerse en los representantes.

La derrota de la derecha puede ser productiva, en la medida en que se traduzca en una reflexión a la altura de su declive. Ciertamente la situación es difícil, pero la arrogancia debe dar paso a un diálogo con identidad, quizá más lento en el tiempo, pero más fructífero para un rearme que exceda lo circunstancial. El riesgo de confirmar los prejuicios de los opositores, sobre todo en lo referente a la ortodoxia ciega, es alto. Básicamente, que la Convención y los cambios le pasen por el lado al sector. Si se buscan resultados diferentes, no basta con repetir el mismo guion.