En el marco de la discusión por el proyecto de indulto a los presos del denominado estallido social, el subdirector del Instituto de Estudios Sociales (IES) analizó la situación que deberá enfrentar el gobierno. "Se abre así un espacio en el cual el gobierno tiene varias interrogantes y desafíos. Está en primer lugar su responsabilidad para recuperar el espacio público, evitando la ingenuidad (o arrogancia) de que bastaría un cambio de signo y de autoridades para detener la violencia", señaló.
Cambió el gobierno, pero no se detuvo la violencia sistemática que asola cada viernes a la plaza Baquedano y sus alrededores. La persistencia del fenómeno demuestra que el problema del orden público no derivaba simplemente de la incapacidad de la administración de Piñera, sino que refiere a una crisis mucho más profunda. Estamos frente a un grupo radicalmente desafectado de las normas básicas de convivencia y que, aprovechándose del anonimato, reitera su ritual destructivo en total impunidad. Nadie ha sido capaz de frenarlo, y vemos con impotencia cómo el lumpenfascismo, como lo ha llamado Lucy Oporto, confirma su dominio sobre el espacio común.
La plaza es un buen símbolo del mundo compartido que sostiene la cotidianidad de la vida social. Cualquier gobierno debiera actuar con decisión para evitar su secuestro, justamente porque es el lugar de todos. La posibilidad de encontrarnos, consigna tan repetida por el octubrismo, supone evitar esta privatización del centro de Santiago y de cualquier plaza o espacio público en general.
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Con todo, hay algunos signos positivos en la materia. El propio presidente Boric, más allá de sus actuaciones anteriores, ha dicho que “lo de Plaza Italia se ha vuelto muy simbólico, estas actividades delictuales que se realizan los viernes. Esto no se puede seguir permitiendo”. No obstante, la coalición de gobierno parece estar en un zapato chino, pues enfrentar el problema de la violencia requiere abordar sus propios fantasmas. Esto necesariamente lo enemistará con sus huestes. Cada vez que discutimos estos temas vienen a la mente las palabras de la diputada de RD, Catalina Pérez, aquellas del “cómo quieren que no quememos todo”, pronunciado frente a un caso que luego sería desestimado por la justicia en todas sus instancias; o aquellas de la diputada Maite Orsini, que postulaba que los daños en las protestas y saqueos eran simples “cositas materiales”.
¿Es compatible promover la indulgencia jurídica a los presos de la revuelta con rescatar a la ciudad de estos abusos? ¿Podrán convencer a su propia coalición de que corresponde usar la fuerza legítima para enfrentar a los violentos? ¿Sabrán responder a críticas como la de Daniel Jadue, que ya puso en entredicho la acción policial el viernes pasado? ¿Qué harán con la amenaza disfrazada de petición del PC de no traicionar al pueblo? ¿Cómo compatibilizar las sentidas disculpas del ministro Grau a los afectados por los destrozos en el centro de Santiago con la urgencia anunciada por el ministro Jackson al indulto a los presos de la revuelta, algunos de los cuales están acusados por esa misma destrucción?
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En suma, ¿será creíble este cambio de actitud tan marcado, considerando que hasta hace poco cualquier atisbo de represión se tachaba de ”criminalización de la protesta”?
Se abre así un espacio en el cual el gobierno tiene varias interrogantes y desafíos. Está en primer lugar su responsabilidad para recuperar el espacio público, evitando la ingenuidad (o arrogancia) de que bastaría un cambio de signo y de autoridades para detener la violencia. Para abordarla se requerirá, por cierto, de una actuación ajustada a la ley de parte de Carabineros, pero ella no basta. Es el sistema político el que tiene que demarcar el espacio de la legítima protesta: urge delimitar claramente la frontera con la violencia para poder, así, reivindicar su propia labor. La dificultad reside en la acción del propio Apruebo Dignidad, que sistemáticamente socavó las bases de la legitimidad de las policías y del uso de la fuerza. Fueron Boric y Jadue quienes, mientras se quemaban estaciones de Metro, encaraban a los militares desplegados en la misma zona hoy destruida. La rueda de la fortuna no cesa de girar, y hoy es su conglomerado el responsable de hacerse cargo de la tarea.
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Pero hay todavía un problema más profundo. Ya hemos dicho varias veces que esta violencia sistemática obedece a factores estructurales de larga data. Una desafección permanente y perdurable, que se vislumbraba en distintas acciones desde antes de octubre de 2019, recorre muchas de nuestras relaciones sociales. Son dos caras de una misma moneda: la destrucción nihilista de iglesias e imágenes religiosas, de un lado; de otro, la elevación de figuras intrascendentes al nivel de ídolos de la plaza, como el Matapacos y Tía Pikachú o el Museo del Estallido Social, entre otras. Pero este vacío estructural, esta grieta, no debe desviar nuestra atención del punto urgente: esa anomia, por honda que sea, no impide ni justifica la responsabilidad personal de quienes están rompiéndolo todo, de quienes, amparados por el ruido ambiente, se permiten negar el espacio de lo común. De ahí que sea indispensable utilizar los mecanismos que la ley dispone para controlar la situación y aplicar el reproche que en justicia corresponda a los responsables. Es lo que se esperaría de cualquier gobierno, más allá de las dificultades políticas que pueda enfrentar el que recién comienza.
A veces se desvía la atención de lo anterior apelando a problemas estructurales o reformas pendientes. Hay algo de cierto en aquello, pero nada obsta tomarse en serio ambas agendas. El ajuste de protocolos o la reforma a Carabineros son tan necesarias como la desvictimización del octubrismo. Negar que existieron y todavía existen abusos policiales es tan miope como desconocer que hay grupos que cada viernes se reúnen con el único propósito de destruir y perpetuar el sinsentido. Por lo mismo, por la magnitud de los problemas y la recuperación del espacio público, el gobierno debe tomar decisiones pronto, para recuperar la zona de las garras de los violentos, para hacer realidad aquello que tantas veces se repitió: que la dignidad, incluyendo la ciudad en que vivimos, se haga costumbre.