El subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) llama a poner atención no solo en las candidaturas presidenciales, sino también en las parlamentarias. “Después de todo, la composición del próximo Congreso será determinante en la configuración política de nuestro país", comenta.
La inscripción de candidaturas concentra el morbo electoral por algunos días, levantando una polvareda que solo se termina por despejar con el paso del tiempo. A la espera de la ratificación formal de los candidatos presidenciales, podemos concentrar nuestra atención en las otras elecciones, quizá tan importantes como la de la primera magistratura. Parte de la izquierda –el PC, por lo pronto– espera un Congreso favorable para alterar desde ahí las normas de funcionamiento de la Convención Constitucional, pero no solo hay que prestarle atención desde esa óptica.
Después de todo, la composición del próximo Congreso será determinante en la configuración política de nuestro país. No solo por la relación de este con la deliberación constitucional en curso, sino, sobre todo, por la capacidad de procesar y responder a las diferentes demandas que se cristalizan y toman la agenda desde octubre de 2019. Si reconocemos el acotado papel de la nueva Constitución para resolver nuestra crisis política y social, el complemento del poder legislativo será indispensable. No solo como una herramienta para especificar el rayado de cancha constitucional o para producir cambios en los instrumentos de política social, sino también rescatando la deliberación política como un modo de relacionarnos que permite articular nuestras diferencias de manera pacífica y productiva.
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El problema cunde a ambos lados del espectro. Basta ver el lamentable espectáculo de la inscripción del PRO, y de las dificultades de ese sector para ofrecer una lista que implique cierta renovación de las élites políticas. Sin embargo, como los grandes perdedores de la elección de convencionales, la derecha no parece ser consciente de la magnitud de la tarea que tiene por delante. Una mirada en diagonal a su plantilla parlamentaria hace saltar las alarmas rápidamente. Basta ver la inscripción de Pedro Velásquez como candidato a senador del Partido Regionalista Independiente Demócrata (PRI) para la circunscripción de Coquimbo. Velásquez fue condenado por fraude al Fisco en 2007 y puede ser candidato porque su inhabilitación perpetua solo cubre el cargo de alcalde. Pero fuera de los casos reñidos con la justicia, hay un elenco parlamentario que simboliza la inmensa distancia entre los partidos de Chile Podemos + y la situación actual del país.
Hagamos un conteo rápido: tres parientes de Joaquín Lavín (la hermana de diputada, el hijo de diputado y la prima de senadora), los dos hermanos Van Rysselberghe van al Senado, la pareja de Karla Rubilar va de diputado (luego de ser su asesor), van también el hijo de Cristián Labbé y la hija de Mario Olavarría, la ex diputada Carmen Ibáñez -quien en su primera pasada ya le heredó el cargo a su hijo (Joaquín Godoy)-, el hermano de Felipe Kast se cambió de distrito (al 10) y repiten los hermanos Ossandón (una diputada y el otro senador). Esto sin contar el repechaje que ganaron algunos ex candidatos a constituyentes que van por una nueva oportunidad en la Cámara, y las dificultades de la UDI, otrora el partido más grande de Chile, para encontrar candidatos al Senado en la región Metropolitana, la más grande del país en términos electorales.
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Es probable que todos ellos tengan grandes méritos para presentarse a estos cargos. El punto es que la repetición del cuadro lleva a pensar que los partidos o no son capaces de convocar, cuestión que tiene consecuencias más profundas, o no se están esforzando demasiado en buscar nuevos liderazgos y recurren a las redes archiconocidas.
También es cierto que no son los únicos, que hay otros candidatos, muchos de los cuales cuentan con suficientes méritos para participar, y pueden ser un aporte en nuestro alicaído panorama. Pero la sensación generalizada que surge de esto es que los partidos no han sabido auscultar al país, ni menos ofrecerle una plantilla a la altura. Más bien, sucedió lo contrario: la derecha quizá no aprendió ninguna de las lecciones que ha arrojado el ciclo electoral, inaugurado por el plebiscito. Hay una demanda de cambios visibles, cambios encarnados en personas, un reseteo de rostros, cuya magnitud no parece haber considerado. Es, de hecho, lo que mostró la elección de convencionales con fuerza: se buscaban candidatos nuevos, pertenecientes a las comunas o distritos en disputa, con alguna conexión o vínculo a las demandas locales; caras nuevas, nuevos modos de relacionarse, menos asimétricos. Aquello que las calles, los estudios y los analistas han repetido hasta el hartazgo, parece encontrar oídos sordos en la coalición; notable olvido, pues parece confirmar que, para cierta derecha, todo lo que se mueva más allá de su marco conceptual se vuelve sospechoso, cuando no llega a ser trampa o claudicación.
Dicho lo anterior, parece claro que, más allá de un cambio de nombre para la coalición, los arreglos que requería la centroderecha eran (y son) de marca mayor. El ciclo partidario pensado –con genialidad, huelga decirlo– por Jaime Guzmán ha llegado a sus últimos estertores, evidenciado por su falta de candidatos. No se trata, por cierto, de un derrumbe instantáneo, sino algo más parecido a una lenta agonía, donde seguirán funcionando a medio morir saltando, repartiendo cargos, incidiendo lateralmente en la eventualidad de un nuevo gobierno del sector. Como gigantes con pies de barro, descascarándose elección tras elección, más allá de los triunfos circunstanciales que pudieran lograr. Su propio candidato presidencial, Sebastián Sichel, es la manifestación radical del abandono: el electorado de la derecha decidió, con una mayoría abrumadora, entregar la nominación a un candidato externo, que comparte poco con la identidad histórica del sector, si acaso existe algo así para ellos mismos.
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Ahora bien, no todo está perdido. Este proceso de descomposición lenta y generalizada puede ser una instancia para recuperar los filamentos de un proyecto político a la altura de los tiempos. Es lo que se evidencia en la bancada de Vamos por Chile en la Convención: dos almas con diagnósticos y modos de actuar diferentes, que se han consolidado en estos escasos meses de trabajo. Mientras termina el viejo ciclo e inicia uno nuevo, el debate se traba entre los nostálgicos del antiguo régimen y aquellos que pretenden formular una nueva aproximación a lo político, que toma el proceso de octubre de 2019 en toda su complejidad, y no lo reduce simplemente a un desafío de las izquierdas a las normas establecidas.
Gran desafío tiene por delante ese nuevo sector: deberá probar a sus electores que tiene potencia suficiente para articular un diagnóstico propio, que tome distancia de las ínfulas refundacionales que priman en otros sectores, que pueda proponer una agenda de cambio profundo desde sus propias ideas, a la vez que demuestre suficiente coordinación para dialogar e incidir en los distintos debates que tenemos por delante. En este tránsito, la relación entre ideas (a pesar de que los diagnósticos tengan mala prensa) y la práctica política será fundamental para encontrar un equilibrio ideológico a la altura de los tiempos. Pero no se puede pedir menos a quienes –por voluntad o casualidad– quedaron en la primera línea del sector. Veamos, entonces, si están a la altura de la historia.