Columna de Tomás Villarroel: Dos años de guerra contra Ucrania
Por Tomás Villarroel
14.03.2024 / 12:30
El investigador de Fundación P!ensa y profesor de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez aborda la posibilidad de que Putin se lance contra otros países. "Putin no solo no rehúye la calamidad del conflicto bélico, sino que asume sus costos como daño colateral en una progresión hacia una escalada bélica cada vez mayor", comenta en su columna.
A dos años de la invasión de Rusia sobre Ucrania no es posible prever con exactitud cómo continuará la guerra. Las expectativas de ambas partes no se han cumplido. El intento ruso de ocupar toda Ucrania o al menos el porcentaje mayoritario de su territorio fracasó. Asimismo, la contraofensiva ucraniana del verano de 2023 fue un intento frustrado, convirtiéndose el conflicto en una guerra de desgaste con Rusia ahora en la ofensiva. En el caso de Ucrania queda por ver si contará con el suficiente apoyo militar prometido por las potencias occidentales, ámbito en el que el bloqueo republicano en los Estados Unidos ya se resiente notoriamente. Y la ayuda a Ucrania podría debilitarse aún más si Trump gana las elecciones presidenciales este año bajo el lema nacional-aislacionista del “America first“.
Esta constelación ha reforzado la presión para que Europa incremente su ayuda al país invadido. En última instancia se trata de un asunto existencial, incluso de supervivencia, de la Europa liberal que se ha reunido en torno al proyecto de la Unión Europea: si cae Ucrania, ¿por qué un líder autocrático, sin escrúpulos -como advierte el caso Navalny- y reivindicador del pasado imperial ruso-soviético habría de detenerse ante un país pequeño como Lituania y desde ahí no proseguir hacia occidente? Este es al menos el escenario que baraja el ministro de Defensa de Alemania, Boris Pistorius.
En una reciente e inquietante entrevista, Pistorius señaló que su equipo de asesores considera que, una vez terminada la guerra contra Ucrania, Rusia tardará entre 5 y 8 años en recuperar y poner a punto sus capacidades militares, y que una vez que eso ocurra estaría en condiciones de atacar e invadir otros países, incluso miembros de la OTAN. La posibilidad de que continúe con otra guerra no se considera del todo absurda y la evidencia histórica muestra que Putin no solo no rehúye la calamidad del conflicto bélico, sino que asume sus costos como daño colateral en una progresión hacia una escalada bélica cada vez mayor. Ahí están como advertencia los ejemplos de Chechenia, Georgia, Siria y últimamente Ucrania. Especialmente en este último caso, el jefe de Estado ruso ha estado dispuesto sacrificar la vida de decenas de miles de jóvenes rusos, y los sigue enviando al frente como “carne de cañón” o, como se dice ahora, como “oleadas de carne “. El cálculo es simple: Rusia tiene más recursos humanos que Ucrania y, por tanto, los puede sacrificar y desperdiciar sin más en el campo de batalla. Mientras que Ucrania tiene menos y, por tanto, cuida -esto probablemente no solo por razones matemáticas- a sus soldados sin convertirlos en “oleadas de carne “. Esto la ha forzado a retirarse de algunas ciudades, como Avdiivka. Así, los avances de Rusia han sido a un costo horrendo no solo para los militares y la población civil ucraniana, sino también -y a un costo mayor- para la misma sociedad rusa.
¿Qué es lo que ha llevado a una guerra despiadada -las muertes en el campo de batalla, los crímenes contra la población civil, la deportación y secuestro de niños, el saqueo material y cultural etc.- y sin visos de acercarse a un final? A dos años del inicio de la invasión es cada vez más claro que se trata de un reflejo ruso neoimperialista que, a décadas de la disolución de la Unión Soviética, intenta hacer regresiva la historia, esto es, volver a incorporar y anexionar territorios que fueron ocupados en algún momento por el Imperio de los Zares o por la URSS. Ahí están Polonia y Finlandia en el caso de la Rusia zarista, así como los países bálticos, entre otros. Esto cruzado por la recuperación de una ideología mística-esotérica, basada en el pensamiento de autores reaccionarios como Ilyn o Duguin, de una Rusia “santa”, inocente e inmaculada que se encontraría en una guerra contra un occidente sin valores, decadente y “degenerado” en lo sexual. De ahí que líderes y pensadores rusos hablen de una supuesta “guerra espiritual” en la que se está combatiendo contra el “satanismo” que representa Kiev, pero también Europa y los Estados Unidos. La caricaturización de Europa como un bloque homogéneo y como “gayropa”, según la simplificación de Putin, por supuesto no da cuenta de la diversidad de una Europa en la que conviven el liberalismo cultural y postmodernismo en Holanda, Alemania o Francia con una visión de sociedad más conservadora como en Polonia. Al revés, ahí donde se observa un afán homogeneizador y la alineación forzada de la sociedad es precisamente en Rusia. La muerte en una prisión del Ártico del líder opositor Alexei Navalny a manos de agentes del estado es una prueba de ello. Una de las tantas.