En la tercera conmemoración del estallido social, Jorge Jaraquemada, director ejecutivo de la Fundación Jaime Guzmán, explicó su visión de lo que ha sucedido en el país durante estos tres años. Así, el director opina que "las reflexiones sociopolíticas sobre el llamado 'estallido social' están lejos de encontrar consenso".
Tres años acaban de cumplirse desde que “estalló” el 18 de octubre de 2019. Lecturas sobre el tema ha habido para regodearse. Columnas, cartas, entrevistas e interpelaciones han ocupado las páginas de todos los medios para dar cuenta que aquel fenómeno que fundó el acuerdo por la Paz y una nueva Constitución, pactado veloz y resueltamente por las fuerzas políticas, paradójicamente, aún no logra ser conceptualizado. Menos aún ha sido asimilado en la coalición gobernante. Las reflexiones sociopolíticas sobre el llamado “estallido social” están lejos de encontrar consenso.
Desde el punto de vista de los discursos, desde la “revolución pingüina” hasta la conmemoración del 8 de marzo feminista, se venía empujando una agenda que utilizaba como dispositivos el abuso estructural de los más poderosos, el cuestionamiento a nuestro modelo de desarrollo y la desigualdad como denominador común de nuestros problemas.
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Todos los cuales lograron instalarse como centro de la discusión política y fueron asumidos por actores de todo el arco político. Por ejemplo, la estrategia de evasión masiva al transporte público aparece al menos en 2014 y siguió siendo probada el mismo 2019 por el colectivo 8-M. Y se sabe que se ocupó el mismo mecanismo para marcar las decenas de estaciones del Metro que luego serían quemadas simultáneamente.
Y si bien los motivos, relaciones y niveles de comunicación que hubo al respecto es materia judicial aún abierta, desde una mirada política sí se puede juzgar que el modus operandi no tiene nada que ver con supuestos impulsos pirómanos de ciudadanos expresados espontánea y coincidentemente.
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El ciudadano no organizado se plegó al llamado de protesta con cacerolazos, gritos y distintas manifestaciones callejeras que se expresaban a modo de una forja de emociones, como fueron la ira y el desencanto hacia las elites económicas. Se comprobaba así que las consignas históricas habían calado. Esto es lo que refleja la multitudinaria marcha del 25 de octubre.
Desde una mirada cronológica, sin embargo, esto fue mutando. Sostenidamente, en la medida que pasaban los días, fuimos viendo grupos cada vez más organizados en las calles, entre empleados públicos y organizaciones como No + AFP.
Lo único que no desaparecía era la violencia porque a los grupos que marchaban los acompañaba siempre esa “calle” que se apoderó de la anomia y atormentó a todo el país. Esa “calle” fue la que tuvo el país bajo fuego, amenazaba su Estado de Derecho y llevó a la firma del acuerdo del 15 de noviembre. Nadie debiera olvidar entonces que el compromiso político por una nueva Constitución fue precedido por una promesa previa: lograr la Paz. Un nuevo pacto social que devolvería la concordia.
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Más allá de las diferentes interpretaciones que puedan realizarse sobre el 18 de octubre, si hay algo que lega ese viernes y la anomia que siguió después en nuestras calles es que todo método es válido para hacer política, incluso la violencia. De otro modo, el 18 de octubre no solo terminó de botar nuestra teoría de la gobernabilidad sino que además cambió radicalmente la forma de hacer política en Chile.
Los acuerdos perdieron validez y prestigio porque ahora la política se trata de agudizar los antagonismos y remarcar las identidades. El acuerdo del 15 de noviembre también representa semánticamente algo completamente diferente a lo que hasta hace pocos años entendíamos por acuerdo.
Recordemos que después de la firma en el Congreso todos los actores volvieron a sus trincheras. La izquierda se dedicó a parir acusaciones constitucionales. Y, con la llegada de la pandemia, se convirtió en costumbre violar la Constitución.
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Así entonces, el 18 de octubre de 2019 no puede ser leído solamente como un estallido de los malestares ciudadanos. Tampoco, como ha dicho el presidente, “fue un campo fértil para la expansión de conductas violentas”, porque éstas no fueron surgiendo a lo largo de los días de protesta. Fue exactamente al revés, la crudeza de octubre no se inscribió en los gritos o consignas, sino en la violencia con que germina y en su delirio refundacional.
La Convención fue un lamentable reflejo de este diagnóstico, pues ni en los horizontes de la mayoría que la hegemonizó, ni durante el proceso, menos aún en el texto que propuso, apareció la Paz ni un ánimo de acuerdo que buscara la concordia política. Así, en lo que va de nuestro convulsionado ciclo de conflictividad, no hemos alcanzado ni la Paz ni un nuevo pacto social.
La promesa de la casa de todos fue burlada desde el primer día de funcionamiento de la Convención y contra todos los llamados y señales que recibieron los convencionales. El denominado “octubrismo” infectó nuestra convivencia política y la ciudadanía hizo notar su hastío. Ese ánimo es lo que, entre otras cosas, se rechazó categóricamente el pasado 4 de septiembre.
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Sin embargo, en la coalición gobernante tampoco parece haber paz ni concordia. No han logrado aquilatar aun lo que ocurrió el 4 de septiembre y, por lo mismo, tampoco su relación con octubre de 2019. Las disputas entre Apruebo Dignidad y los ex Concertación se pasean por los medios de comunicación. Lo que algunos llaman tensiones parece más bien ser una crisis, porque el problema no se soluciona con más o menos pragmatismo, más o menos velocidad en los cambios.
Después del plebiscito en el oficialismo no han logrado convivir dos concepciones antagónicas que propician proyectos políticos diferentes. Por eso estamos ante una crisis, porque lo que está en disputa es la identidad del gobierno y un eventual cambio rotundo de su proyecto político.
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La crisis llega demasiado pronto para un gobierno que ha asumido apenas hace unos meses. El gobierno debe procurar “pasar octubre” lo más pronto, porque, a fin de cuentas, la ola de desaprobación que está sufriendo el presidente por no tomar decisiones que se traduzcan en políticas efectivas nos va a terminar golpeando a todos.
En medio de un ciclo de conflictividad como el que venimos atravesando y una inminente recesión económica, el país no puede permitirse un presidente débil.