En 2013 se viralizó el testimonio en que Carolina del Real (41) le contaba al mundo que tenía el virus de la inmunodeficiencia humana, aún siendo "rubia, de colegio privado y apellido compuesto". Hoy, habla con CNN Chile sobre el proceso de ser diagnosticada, su caída en la UCI y la mirada que tiene ante la adversidad. "Todos sufrieron mucho y lo encontraron muy injusto, que no me lo merecía. ¿Y por qué no?", comenta.
Miércoles, 25 de septiembre de 2013. Es de madrugada. Carolina se sienta frente al computador y crea una entrada para su nuevo blog de opinión, abierto hace poco más de una semana. La titula Caída libre… mi verdad y empieza a golpear las teclas. Anuncia que va a contar algo “contra todos sus temores y sin la autorización de algunos familiares”. Pausa, agrupa las ideas que tiene acumuladas en la cabeza y retoma. Quiere que el mensaje sea directo y cause la suficiente impresión en el lector para que este tome conciencia.
Y prevenga a tiempo.
“YO, mujer de ojos verdes, rubia, de colegio privado, apellido compuesto. YO TENGO SIDA desde el año 2010”.
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Escribir es una costumbre adquirida desde la niñez. Un método de desahogo desde esa época en la que pasaba los recreos en la biblioteca y se refugiaba entre páginas de los hermanos Grimm y la colección española El Barco de Vapor. “Viene por un año y medio de bullying más o menos”, explica en entrevista con CNN Chile. Antes de llegar a la capital, en cuarto básico, vivió en Talca y Punta Arenas. “Llegué a este colegio de puras niñitas a Santiago, de cursos muy chicos. Pasaron de amarme a odiarme y las profesoras tenían un muy mal manejo. Me tenían amenazada de que, si me veían llorando, me iban a caer los siete castigos, que me iban a echar, que estaba prohibido llorar y no sé qué. Fue tanto, que empecé a leer todos los libros habidos y por haber, y también a escribir harto. El bullying me ayudó a desarrollar esa otra parte”.
María Carolina (41) es la mayor de los tres hijos del matrimonio de Felipe del Real y Carolina Robinson. Sus padres se conocieron en la V Región, mientras él estudiaba química en la PUCV y ella terminaba el colegio. Cuando nació, el 5 de julio de 1980, su madre tenía 22 años y no se había involucrado sexualmente con ningún otro hombre además de su, entonces, esposo. Había recibido una crianza amorosa, pero restrictiva y cubierta por un grueso manto de sobreprotección. Y con el pasar del tiempo, replicaría aquel patrón de instrucción en sus propios niños.
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“La disciplina en mi casa era brava. El tema de para dónde ibas, con quién te juntabas, los horarios. Estaba casi todo prohibido con la intención de protegernos”, cuenta Carolina en su libro #YoTengoVIH. Era una adolescente soñadora, y su hermana Beatriz, un año menor, se burlaba de su gusto por el color rosado y los cuentos de princesas. “Yo me quería vengar de ella cuando nació mi sobrina. Me tenía amenazada de que ni se me ocurriera regalarle tutús”, reconoce entre risas.
“Mi despertar sexual fue raro y no tan precoz. Me daba miedo. Sentía que Dios me estaba mirando, porque tenía muy adentro eso de la religión católica. Mi abuelo paterno murió cuando tenía 13 años, y cualquier cosa que yo hiciera, me estaba mirando él también. Era súper niña y enamoradiza como de amor platónico. Como del hermano de la compañera, que después tú lo mirabai objetivamente y nunca te habría gustado, pero era el único hombre que veíai en el año, en el fondo. Yo no era mucho de besos ni de que me tocaran. No me conocía mucho, me daba mucha vergüenza mi cuerpo. Era heavy eso. Cuando me metía a la ducha y me miraba un poco en el espejo a la rápida, decía: ‘Qué atroz. ¿Que esto lo vea un hombre? Me muero’. Todo me daba entre miedo, vergüenza y culpa. Esa era mi relación con la sexualidad cuando era chica”.
En la adolescencia, gran parte de su conocimiento en torno al sexo se basaba en las experiencias que compartían sus compañeras de curso durante conversaciones casuales. “Hasta tercero medio, yo no sabía que las mujeres teníamos clítoris. Obviamente, nosotras habíamos visto en los libros de biología los aparatos reproductores masculino y femenino, pero no me voy a olvidar nunca de cuando una profesora de biología nos dijo ‘conózcanse, tóquense’. No lo comentamos fuera, porque ella se rajó, en el fondo. Se entendió que era una conversación entre mujeres”.
Prefiere no nombrar el establecimiento por respeto a sus compañeras (“muchas de ellas se sienten orgullosas de ser egresadas y también tuve buenas profes”), pero en su libro y fanpage lo apoda CDT, abreviación para “Colegio del Terror”: “Era de élite, chiquitito. Con muy poca preparación para el mundo real en muchas cosas; entre esas, por supuesto, la sexualidad. Era mucho más importante el contenido del ministerio y formar señoritas de bien y católicas. Ese era el perfil”.
¿Dueñas de casa que esperan al marido con la mesa montada? “No tanto como eso, pero si lo querías hacer… pucha, fantástico. Cásate bien. Sí, po’, obvio, regio. Qué cosa más amor”, ironiza. “Igual nos hicieron talleres de cocina y bordados. Cosas como estar en otra época. Tampoco era ‘descansen en un hombre’, pero no nos empoderaban, ¿cachái? No era un colegio de mujeres power. Era de señoritas. Eso no se dice, eso no se siente, mantengan las piernas cruzadas”.
Al hablar sobre la educación sexual recibida en su casa, vacila un poco. “Yo no sé si es porque mi papá es químico y es bien pan-pan, vino-vino, porque había dudas respecto a la biología que yo tenía súper claras. Ahora me doy cuenta que mi mamá era, incluso, más conservadora. O sea, sí tenía eso del ‘hazte fama y échate a la cama’. El cuerpo, idealmente, para el marido. Casi como la única opción. ¿Sabís lo que pasa? Que mi papá es muy honesto. Como él no se había casado virgen, no me podía andar a mí pidiendo lo mismo”, aclara.
Pese a ello, reconoce que el matiz general era conservador: “Y quizá yo también fui conservadora para preguntar, porque mi ambiente era así y todo era tabú. Entonces, quien decía algo, llevaba la culpa. Y de repente se desahogaba con la mejor amiga como que hubiera matado a un cristiano porque se manoseó con el pololo. Y llorando, que no se fuera a saber. Ese era un poco el ambiente en el que yo crecí”.
La primera vez que se enamoró tenía 16 años, y fue del mismo hombre con el que tuvo su primera relación sexual a los 20. “Tardía, no arrepentida. Menos mal todo bien ahí. Para mí, tenía que ser con amor y con confianza, por esto mismo de que me daba vergüenza mi cuerpo y no sabía a lo que iba”.
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Estuvieron juntos formalmente seis años, entre los que los padres de Carolina se divorciaron y la estabilidad económica familiar se vio fuertemente afectada. Tras estudiar un año Bachillerato en Humanidades, otro Educación Parvularia y, finalmente, decidirse por Relaciones Públicas, tuvo que congelar y empezar a trabajar como promotora y vendedora. “Todo lo legal que pudiera hacer y que le dieran a una cabra que no tiene estudios. Me puse media rebelde, pero muy amenamente rebelde. Rebelde sana, de ‘me voy a sacar estos aros y esta ropa y me voy a poner otra, y me voy a poner a trabajar en cosas que son, quizá, para mis pares, de ‘ay, pobrecita, cayó en desgracia’. Y para mí, era ‘es que, o lo hago, o no hay plata para todas las responsabilidades familiares que tenemos’”.
Recuerda esa primera relación con cariño. “Fue mi compañero de todo eso. De mi despertar sexual, crisis económica, crisis personales, del proceso de convertirme de niña a mujer. Todo eso lo vivimos juntos y, de hecho, decidí terminar con él porque nos queríamos casar y le dije que teníamos toda la vida por delante. Yo había sido su única mujer y él había sido mi único hombre, y ya habíamos cambiado harto. Él se quedó siendo ese niño perfecto; ese joven amoroso, exquisito, tierno, y yo estaba como un arcoiris. Estaba descubriendo un poco quién era yo de verdad. No la que trataron de moldear en el colegio, no una extensión de mi familia. Yo era otra cosa, y esa otra cosa la quería investigar sola”.
A los 26 años, comenzó una relación con un músico que, además, era dueño del bar al que entró a trabajar como garzona. Duraron dos años, y lo define como su amor más grande. Incluso confiesa que, hace poco, le envió un mensaje haciéndole saber que había sido el hombre que más había querido en la vida. “Soy intensa. Y por eso, me puedo morir mañana y tengo todo al día. Nadie se quedó con un ‘te quiero’ o ‘te perdono’ pendiente. Siempre, desde chica, yo me acosté tranquila con esas cosas”.
Pero no todo era color de rosas. La adrenalina de la vida nocturna, el alcohol y la pausa jamás retomada en sus propios estudios comenzó a pasarle la cuenta. Se percató que poco quedaba de esa Carolina viva y audaz que buscaba surgir por sus propios medios apenas saliendo de la adolescencia. “Me estanqué en mi desarrollo como mujer. Yo era una extensión de él, su sombra. Eran sus proyectos los que me hacían vibrar, pero no tenía nada yo. Empecé a desarrollar una depre importante, porque mi papá se fue a vivir a Guatemala por trabajo y ahí me quedé sola. Había cortado relación con mi mamá siete años a raíz de cosas que pasaron en la separación y ahí toqué fondo”, relata.
La gota que rebasó el vaso fue un intento de suicidio. Tras ser hospitalizada, una conversación con su padre la motivó a retomar contacto con su mamá: “Ahí entendí que no se trataba de que lo traicionara por vivir con mi mamá. Yo llevaba una mochila que no me correspondía. Hablamos las cosas, pedimos perdón las dos y fue bacán. Ese fue el inicio de la sanación de la relación con mi mamá. Ella me contó toda su historia, desde niña, y ahí yo pude empatizar en varios lugares y no juzgar tanto. Perdonar y decir ‘ella hizo lo máximo dentro de lo que pudo’. Ahí uno entiende que la mamá, o por lo menos la mía, no opera desde lo maquiavélico”.
Carolina asiente decidida al preguntarle si cree que las mujeres, en general, son más duras con la figura materna que con la paterna. “Completamente. Entendamos que la madre está construida por Village. Ninguna va a ser esa madre perfecta, inmaculada, ideal, de Disney. Es humana. Eso recién lo entendí a los 28 años, y la liberé de muchas cosas. Hasta el día de hoy, la amo con locura. Chocamos en esencia, quizá, pero nos queremos. Mi mamá fue la que me empezó a hablar de la soltería y me enseñó a ser feliz sin pololo. De qué rico ser libre, qué rica es la cama desocupada sola, qué rico almorzar y ducharte a la hora que tú quieras”.
Y viviendo en casa de su madre es donde tomó la decisión de terminar con “el rockero”, como lo suele apodar en sus charlas y stand-ups. “Me tenía que alejar de la noche, del copete, de la intensidad del amor que sentía por él. Tenía que enfocarme en mí y necesitaba mucha fuerza para volver a rearmarme y construir a la que yo quería ser. Entonces, no cabíamos los dos. Tenía yo que velar por mí. Y me dolió todo; me dolió la médula espinal, me dolió todo”, recuerda con nostalgia.
Retomó sus estudios y comenzó a enfocarse en sí misma. Después de casi un año soltera, el período más largo que había pasado hasta aquel entonces sin estar en pareja, la contactó un cliente habitual del bar en el que antes trabajaba. Engancharon y no tardaron en hacerse buenos amigos. “Me invitó a salir y empezamos una relación rapidito. En el fondo, lo tenía todo. Era un hueón la raja por dentro y por fuera. Tenía muy buena energía. Me dio un beso en la segunda cita y yo no podía creer que un gallo como él se fijara en mí, que era muy sano. Muy sano de alma, de cabeza, muy sano su ambiente. Me tiraba para arriba”.
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El diagnóstico
Carolina gozaba de buena salud hasta el segundo año de pololeo con él. La primera manifestación de que algo fuera de lo normal estaba pasando en su cuerpo fue el brote de una alergia en la cara que la llenó de llagas. Después sufrió rinitis, conjuntivis y una fiebre constante e imposible de controlar. “Como a las 3:00 de la tarde ya empezaba, y todos los días, por meses. Cuando me detectaron, se acabó todo gracias a los antiretrovirales. Pero esos me los dieron ya en la UCI, en etapa SIDA, cuando me estaba muriendo. Recién ahí, con una neumonía”.
Pero antes del diagnóstico, tuvo que atravesar muchas barreras: “Coincidía con mi tesis, entonces, la gente se creía doctora. Que a lo mejor era estrés, o un bajón de depresión de nuevo y la depresión te enferma. El único que nunca cayó en este discurso de la depresión -porque hasta mal de ojo me dijeron que podía ser-, fue mi papá. Quizás por sus estudios o porque me conoce bien a mí. No tengo idea”.
—¿Nunca te daban una respuesta exacta de qué era lo que tenías?
—Es que nunca me hicieron el test de VIH. Entonces, me hacían hemogramas, perfil bioquímico, descartaron lupus. Me hicieron millones de cosas, pero nunca el test de VIH. ¿Cómo a ninguno se le ocurrió? O incluso una enfermera, digo yo, que es la que te está sacando la sangre cuando ve la orden. Yo comadreaba cuando me sacaban sangre, ¿por qué no me decía, “oye, ¿no te has hecho el VIH?”. En las charlas que hoy doy a TENS, enfermería, médicos, a todos, les comento la importancia de hablar de este tema y pedir el test de VIH.
—¿Cómo partió la neumonía que te llevó a la UCI?
—Como un resfrío que mi mamá me cuidaba con jarabe y paracetamol, las típicas cosas que te dan las mamás. Yo creo en algo superior, pero no soy católica. Y ella, aprovechando que yo no estaba, daba vuelta el colchón y aprovechaba de coserme santitos. Un día la pillé y tenía puras medallas debajo de la cama. Le echaba polvos de la Santa Rita a todo, más los medicamentos occidentales. Hizo todo lo que pudo por salvarme de todo.
(Carolina en la exposición “Chile Tiene Sida”, llevada a cabo en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2018)
—¿Estabas acostumbrada a llegar así de grave a urgencias?
—Así de mal, primera vez. Había ido un par de veces antes, pero el resto era especialista, pedía hora. Para los ojos, para los oídos. No estaba saturando y me llevó mi papá. Yo iba muy débil, con mucha fiebre y me sentía muy mal y muy cansada. Y en el ascensor, me dio un beso en la frente y me dijo: “Yo te voy a sacar de esta hueá”. Pero con esa seguridad. Y ahí como que me relajé.
—¿Cómo fue el momento del diagnóstico?
—Brígido. Estaba sola, porque, aparte, te informan sola. El doctor me dijo que una vez que llegara la confirmación del ISP, le podía comentar a quien yo quisiera o a nadie, porque era privado. Le pregunté qué probabilidad había de que el ISP dijera que yo no tenía VIH y me dijo que era prácticamente imposible. Y mirando mis antecedentes, fue un “mejor empieza a trabajar en que ya esto es una realidad. De hecho, te vas a trasladar, porque aquí no tenemos la tecnología para que tú sobrevivas”. Fue fuerte. No de llorar, sino de caerse en un vacío. Como estar viendo una película gringa y vivir algo nada que ver.
—¿Cuál es la diferencia entre SIDA y VIH?
—El VIH es el virus que te provoca el síndrome, que es el SIDA. Virus de Inmunodeficiencia Adquirida y Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Este virus, al estar en tu cuerpo sin tratamiento, se multiplica por todos lados y va atacando. Te debilita tanto, que empiezan a aparecer enfermedades oportunistas de menor a mayor importancia. Y ya cuando llegas a SIDA, no necesariamente estás como yo, con neumonía, muriéndote. Los médicos ven tu CD4, que son las defensas, y si estás por debajo de cierto número, ya se considera SIDA. Probablemente esa persona se siente cansada, débil, ha tenido alguna molestia, pero no necesariamente está ahí en la muerte. Pero ya no se puede hablar de VIH, porque está por debajo de los 300, 200 CD4. Entonces, si llegas con 254 copias de CD4, el médico te va a decir “estás con SIDA”. Y ahí hay que empezar al tiro con los antiretrovirales y empieza esto a subir.
—Ese fue tu caso.
—Claro, llegar a la UCI mal. Algunos sobrevivimos y otros no. Todavía hay gente que sí se puede morir, porque te puede agarrar una cosa súper fuerte y se te va la infección al cerebro. La neumonía a mí casi me mató, porque venía acompañada de una bacteria que atacaba el nervio óptico y también me podía dejar con problemas cognitivos para siempre o ciega. No era una neumonía común y corriente. Uno sale del SIDA y vuelve a VIH. Yo tengo VIH hoy día, no tengo SIDA, y con los medicamentos está difícil que vuelva a caer en el SIDA. Tendría que descontinuarlos por un período para que el VIH comience a comer y multiplicarse de nuevo, y ahí ya pierdo la indetectabilidad. Sería capaz de infectar y, por supuesto, podría volver a enfermarme. Pero eso depende de la adherencia al tratamiento.
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—¿Cómo se logra la indetectabilidad?
—Gracias a los antiretrovirales, que hacen que el virus se deje de multiplicar. Entonces, empieza a bajar la cantidad de copias que tienes hasta un punto en el que ya es intransmisible, porque está alojado, encapsulado, dormido en tu cuerpo. No tiene la fuerza suficiente para atacarte a ti ni al otro. Eso es estar indetectable. Indetectable es igual a intransmisible. Esa es la campaña internacional mundial del VIH: diagnostícate a tiempo, trátate, logra la indetectabilidad para ser intransmisible. Ya ni siquiera se pelea tanto con el condón. O sea, previene con condón y todo, pero, por sobre todo, detéctate, porque mientras más intransmisibles tengamos, vamos a cortar la cadena de transmisión. Eso es lo importante. Prevenirlo, pero siempre acompañado del exámen.
Vivir con VIH
El primero en saber fue su padre. Tras la conversación con el médico, quiso darle un beso y ella lo empujó. “Me sentía entera infecciosa. Si es que tenía claras las vías de transmisión, en ese momento las bloqueé”, explica.
Su madre, por otra parte, cuando se enteró en la UCI, lloró y gritó. “Después volvió y me pidió perdón por reaccionar así. Más tranquila, más compuesta. Yo creo que mi papá afuera le dijo a todos que me tenían que transmitir seguridad y tranquilidad, no desmoronarse adentro. Todos sufrieron mucho con el cuento, y lo encontraron muy injusto también. Que me pasara, que no me lo merecía, en fin. ¿Y por qué no, digamos? Claro, una vida sexual bastante acotada en comparación a otras, pero no tiene que ver con la cantidad de personas que te acuestas, sino cómo te acuestas. Con condón o sin condón, con el exámen o sin el exámen. No era una cosa de no merecer”.
Viaja mentalmente a ese noviembre en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Indisa intentando traer a su memoria cada detalle de lo que alcanzaba a notar que pasaba a su alrededor. “A mí no me decían que me iba a morir, pero veía a través de los vidrios transparentes a los otros pacientes y estaban solos. Yo estaba con todos los integrantes de mi familia. Dejaban pasar a los cuatro, vestidos de astronautas y yo con una pizarra, porque no podía hablar ni escribir. Dibujaba cosas raras y mi papá interpretaba esos jeroglíficos. La más clara es que dibujé a cada uno con un símbolo y me puse la mano al medio. Yo les quería dar las gracias por haber sido parte de esa tribu”, recuerda.
Los médicos la indujeron a coma varios días. El virus se había expandido por su cuerpo y ya estaba en etapa SIDA, la más crítica para quienes conviven con VIH. Explica que “estaba tan grave, que era jugarse para que el cuerpo se concentrara única y exclusivamente en trabajar en lo que tenía que trabajar y no gastar energía en otras cosas“. Recibió transfusión de plaquetas de urgencia en distintas oportunidades, pues la situación era crítica. “El ‘pasen a despedirse’ creo que se lo hicieron a mi familia como tres veces. Puede que haya tenido tres días súper críticos y, de repente, repuntaba. Y tenía tres días de calma y, de repente, dos días de infierno. Y así. Pero fue un mes hospitalizada”.
Tras lograr estabilizarse gracias a la aplicación de fármacos antirretrovirales y los cuidados del equipo médico, la trasladaron a una pieza. “Empecé a pasarlo bien y a disfrutar la comida. No me deprimí tampoco. Acepté el diagnóstico. Para mí, fue como: ‘Por fin una respuesta. Ahora me voy a hacer cargo de esto, hay un tratamiento y no me voy a morir’”.
Una de las primeras cosas que quiso hacer fue llamar a sus ex parejas para informarles el diagnóstico que le habían dado. “Correspondía, en el fondo, para contarles que estaba con esto y que se hicieran el examen. Y me fueron confirmando: negativo, negativo, positivo. Yo traté de contener y educar a quien me infectó, porque él nunca desarrolló ningún síntoma. Nada. Y estaba en pareja, más encima. Se salvó esa chiquilla, no se juntó la carga viral de él con las defensas de ella. Ahí fue una ruleta rusa. Él se puso en tratamiento inmediatamente y no le pasó nada. Sigue regio, estupendo, amoroso, exquisito. Tierno con su familia y todo”.
—¿Cuál fue su reacción?
—Fue una relación inversa. Yo me preocupé mucho de él; de contenerlo, informarlo. Quizá me equivoqué, no sé. Lo quería como abrazar, ¿cachái? Y no tuve la misma respuesta de vuelta. Él nunca se preocupó mucho de mí, no llamaba para saber cómo estaba. Me podría haber muerto en esa pasada y vi una frialdad de su parte incluso después. Cuando salí de la clínica, no conocía a nadie con VIH, entonces, decía: ‘¿Por qué no juntarme con él?’. Porque aquí no había que echarse culpas de nada, era abrazarnos entre pares. Algún día, muchos años después, me piqué con esto y se lo dije. Me faltó contención por su parte. Quería hablar con un amigo que tuviera VIH. Pero fue perdonado y entiendo ahora que, quizá, para él el proceso de enfrentarse a mí era distinto que para mí enfrentarme a él. Porque yo no tenía nada que reprocharle, pero él quizá sentía culpa. No lo sé. Pero no quiso verme. A lo mejor, para él era muy fuerte.
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—¿En algún momento te rebelaste hacia haberlo conocido?
—No. Lo que sí me pasó es que me dio rabia que haya sido tan frío. Nunca me arrepentí de haberlo querido, nunca me arrepentí de esa relación. Sentí y viví cosas súper bonitas con él, estoy orgullosa de ser su ex. Fue como si nos hubieran chocado de frente, porque nos tocó a los dos al mismo tiempo. Yo tampoco exigía el condón, porque me cuidaba con pastillas. Creo que es más llevadero haber sido infectada que al revés, yo haberlo infectado y dejarlo en la UCI, con lo culposa que soy. Pero si no sabes, lo puedes transmitir a la persona que más amas. Si ese es el problema de no cuidarse y no tomar conciencia. No es tan sólo por lo que te pase a ti, es lo que le pasa a los demás. Si llegai a la UCI muriéndote, es algo que también le pasa a tu familia.
—¿Cuáles crees que son los principales prejuicios que hay hacia las personas con VIH?
—En ese momento, lo que yo sentí es que el VIH la gente lo miraba como algo que sólo le pasaba a ciertos grupos. En el fondo, un lugar común: hay que ser homosexual, hay que ser pobre, hay que ser drogadicta o promiscua. Era mostrarle al grupo heterosexual, que lo tiene más tabú. Incluir en esto a mi propio círculo, a mis compañeras de colegio, a mis familiares, a la gente que yo vi en esa época mucho más desinformada, te diré, que otros grupos más ‘vulnerables’, por así decirlo. Hay cosas dolorosas y difíciles, pero que no son tabú. Y si una niñita de Vitacura se embaraza, la echan del colegio o la esconden por un año y vuelve sin declararla hija. Y te lo digo porque lo viví en mi propio colegio.
—¿Qué diferencias notas entre la postura actual que tienen las adolescentes frente al sexo con la que tenías tú hace 25 años?
—Los jóvenes han mutado a una cosa extrañísima, donde la afectividad y la sexualidad no están muy conectadas. Lamentablemente, hay mucha cultura del porno también. Yo creo que, para ellos, el sexo ya no es tabú. Se pasaron para el otro lado: el sexo hoy es una cosa de consumo. No hay mucha responsabilidad afectiva y varias cosas son más por imitación que por decisión propia; se dejan llevar por la onda, por pertenecer. Son mucho más temerarios y ser virgen es una lucha también. La que se para y dice: ‘Yo mando sobre mi cuerpo. Yo veré cómo, cuándo y con quién’, es la rebelde, el bicho raro. Es un acto de valentía hacer eso, porque es muy difícil que la masa no te lleve. Está todo sexualizado: la música, los referentes, la moda.
—¿Y la educación sexual otorgada a quienes asisten a colegios como el tuyo?
—Los papás se confían. Qué les va a pasar, si andan los niños juntos. Pero, no porque sean hijos de tus amigos, resulta que son los mismos en la casa y fuera de la casa. Y tienen poder adquisitivo, entonces hay tres promos para cinco cabros, y si quieren drogarse, también pueden. Se sienten inmunes a todo, porque se ven entre ellos como tan iguales, tan higiénicos, que es un ‘entre nosotros no pasa nada’. A lo más, el embarazo. Entonces, hay que tener prácticas anti embarazo y resulta que esas también son vías de transmisión de ITS, ¿cachái? Pero son cosas que no piensan.
(Carolina durante una charla sobre VIH en Zapallar)
—¿Cuál crees que es la diferencia en el trato a una mujer con VIH respecto de a un hombre con VIH?
—Yo siento que lo que nos pasa tanto a hombres como mujeres, es que para relaciones estables, con proyección y todo, la pareja se complica. Por ejemplo, mujeres a las que les da miedo meterse con un gallo con VIH y formar una familia, porque tienen miedo a que se va a morir antes, a la transmisión, a que la guagua venga con problemas. En el caso mío, que declaré que no quiero hijos y ya tengo 41… Yo sé que mi hijo va a nacer sin VIH, pero, ¿qué calidad de vida le puedo ofrecer yo para siempre? No lo sé, porque yo también soy una generación nueva respecto a los medicamentos de la generación que se están usando ahora. No sé cómo va a reaccionar mi cuerpo de aquí a 30 años con los medicamentos que estoy tomando, qué va a ir pasando con mis órganos, cómo se van a ir deteriorando. Porque todos estos medicamentos tienen efectos secundarios a largo plazo.
—Si te ofrecieran ser parte de un tratamiento experimental, ¿aceptarías?
—Creo que no tengo que ser yo la primera. No por miedo, sino porque hay gente que está sufriendo mucho con esta condición y, si a ellos les pidieran ser voluntarios, yo cedería el puesto de todas maneras. Yo puedo esperar. Yo no voy a empujar pa’ la cura, porque me lo banco bien y porque todavía puedo ayudar a mucha gente. No digo que quiero morirme con VIH, pero, de verdad, no por ser la buena del pueblo, pero es que hay cosas con las que uno se la puede y hay cosas con las que no se la puede. Como yo me la puedo y hay gente que no quiere salir de su casa y que está encerrada en una mierda por tener VIH, y tiene miedo y mucha vergüenza de vivir con el virus, yo le doy el espacio a ellos primero. No tengo ningún apuro.
—¿Por qué crees que a ti no te pasó eso?
—No tengo idea. Quizá le tenía más miedo al cáncer. ¿Mi personalidad? No sé. Primero agradecí tener una respuesta, después me di cuenta que había sobrevivido, después como que… volver a sentirme bien, volver a poder dormir, poder hacer pipí. Porque tenía una sonda. Como que empecé a agradecer primero. Tres años después, estoy en un camino que me llena, me permite tener mi independencia, trabajar en algo que me encanta y de verdad poder tocar corazones y ayudar y todo. Entonces, ¿por qué voy a empujar en la fila? Si yo me lo estoy bancando bien. Y creo que la mejor manera de vivir esto es no estar obsesionada con la cura. Porque si estai todo el rato… yo sigo activistas que están ‘la cura, la cura, la cura’. Está bien, uno tiene que sacar la voz por su people, pero de ahí a que yo voy a vivir en base a que el próximo año llegue la cura, capaz me voy a empezar a deprimir. Entonces no estoy obsesionada. Siempre estoy siguiendo los avances, pero voy tranquila.
—¿Qué estructura sigues en el día a día?
—Yo misma me pongo mis límites y mis exigencias. Negocio conmigo misma, también, y soy mi entrenadora personal. Entonces, de repente, yo misma me digo ‘una mujer tiene que hacer lo que una mujer tiene que hacer’ y me lo repito. Me obligo a no confundir el cansancio con la tristeza, porque vivo sola y nadie va a venir aquí a resolver algo. Puedo estar muerta de sueño, pero si no me levanto a prepararme el almuerzo, no me lo van a traer. Y también me digo ‘suficiente, para la máquina’.
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—¿Vives en base a tus circunstancias?
—Por supuesto. Y dando gracias por el tratamiento que tenemos, que es bastante amigable. Y bueno, el juicio social… anda a saber si después te van a discriminar porque tuviste. ¿Seremos radioactivos para los otros? No tengo idea, yo no sé cómo va a ser el tema si es que algún día se cura esta cuestión. La gente siempre va a hablar, y el VIH, como es de transmisión sexual, genera morbo. Y en el sexo, es libertinaje o tabú. Somos muy raros. O somos libertinos para todo o somos todos cartuchos, tabúes, y cada uno en su casa, calladito, hace lo que quiere. Pero como que no nos hemos podido poner de acuerdo.